8 de agosto de 2009

Fanthon

I

Cuando el doctor Peter Wallace me dijo que pretendía traer su agonizante hermana al laboratorio para que, entre decenas de aparatos y cables de alta tensión pudiese dar su último suspiro, llegué a pensar que el exceso de trabajo y la penosa enfermedad de la señorita Daisy lo habían trastornado sobremanera. Poco después, sin embargo, entendí que tal descabellada idea era, la verdad, un intento desesperado para salvar el alma de esta pobre mujer. Al menos esto fue lo que entendí cuando escuché de Peter sus convincentes explicaciones y lo vi como realizaba, con la más absoluta precisión, todos los preparativos para hacer funcionar el inversor de polaridad del enorme electroimán de emisión circular que teníamos en el Instituto de Investigaciones de Partículas Subatómicas (INIPAS). El instituto donde me encontraba trabajando como asistente del doctor Wallace ya parecía una tumba. Las ráfagas de viento helado, provenientes del Mar de Irlanda, dejaban las paredes externas del edificio como si fuesen frías lápidas de un cementerio celta. El lugar estaba prácticamente desierto pues el equipo de físicos que hasta dos meses atrás trabajaba con nosotros, había sido despedido por falta de presupuesto. Ubicado al sur de la ciudad de Castletown, en la isla de Man, posesión de la corona británica, nuestro instituto muy pronto iría ganar notoriedad mundial gracias al bizarro descubrimiento realizado hace poco tiempo en su interior.
Cierta noche, mientras me encontraba analizando un engorroso conjunto de datos espectrales, el doctor Wallace llegó con su desfallecida hermana en brazos. Al verlo, me apresuré para ayudarlo a cargar el debilitado cuerpo de la señorita Daisy. Con una euforia casi enfermiza, mi ex-profesor y ahora jefe, me pidió que la dejásemos en el interior del electroimán. Con lágrimas cayendo de sus mejillas, Peter besó tiernamente la frente pálida de su hermana y le susurró algunas palabras en el oído, como si estuviese convencido que ella, a pesar del profundo estado de coma, pudiese escucharlo.
La señorita Daisy siempre fue una entusiasta colaboradora de las investigaciones de su joven hermano; cuando no era con grandes sumas de dinero, su ayuda llegaba bajo la forma de palabras de aliento, para que este no desmayase en la ardua investigación que había decidido emprender prácticamente solo. La señorita Daisy, solterona y quince años mayor que Peter, crió su único hermano desde que sus padres sucumbieron a la misma enfermedad que ahora le quitaba la vida. Con la nada pequeña herencia familiar, la señorita Daisy siempre se preocupó en darle lo mejor, desde todo tipo de comodidades mundanas hasta los mejores estudios en las principales escuelas y universidades de Inglaterra. Cuando la esclerosis múltiple la confinó a una cama de hospital, en la que quedó postrada en estado vegetativo, quien pasó a administrar los bienes de la familia fue el ya muy atareado y preocupado doctor Wallace.
Científico genial, con diploma de post-doctorado en Física Quántica por la Universidad de Cambridge, Wallace era distraído para las cosas del mundo pero concentrado para los misterios de la ciencia que, obcecadamente, trataba de desvendar. Esta característica hizo que fracasase en dos matrimonios; aunque las malas lenguas decían que quien estaba por detrás de éstos fracasos era la posesiva señorita Daisy. Mi admiración por él comenzó temprano, cuando yo era apenas aspirante al título de doctor en Mecánica Cuántica en Cambridge. Conocí Wallace durante la disciplina de Física de Partículas Elementales, que él dictaba de forma magistral y de la cual muchos de mis compañeros corrían, tal vez por lo difícil o por la severidad con que Peter corregía los exámenes. Nuestra afinidad de pensamientos luego se transformó en confianza y después en amistad. Esta proximidad había hecho con que me invitase para trabajar en el instituto de investigación que él, junto con la señorita Daisy, acababan de fundar en Castletown.
El doctor Wallace pertenecía a ese tipo de personas que se anticipan instintivamente a los eventos con precisión matemática. Ese instinto le había hecho saber que muy pronto el corazón de la pobre señorita Daisy dejaría de funcionar. Por esta razón, la noche de aquel viernes me pidió que lo esperara en el instituto. Antes de llegar me había telefoneado y pedido que despachara todos los trabajadores, incluso el guardián nocturno; así siendo, apenas él y yo nos quedamos casi toda la noche observando el aparato que acusaba los latidos del corazón de la moribunda. Cuando la alarma del aparato sonó, avisando que la señorita Daisy acababa de morir, el doctor Wallace pronunció unas palabras que, por el tono de desesperación, hasta ahora retumban en mi mente: Richard, por el amor de Dios, cuando cuente hasta tres aprieta el interruptor de energía... Dicho esto, el enorme electroimán comenzó a funcionar en medio de un ruido ensordecedor. Cuando por sus conductos de cerámica fría pasaban millones de voltios, el olor de aire quemado se dejaba sentir por todo el recinto. A los veinte segundos de haber encendido todos los sensores, podía verse en las pantallas de los computadores cómo el interior del poderosísimo campo electromagnético, generado por este colosal aparato, se llenaba con un enjambre de partículas subatómicas llamadas fanthons, una de las más pequeñas hasta ahora descubiertas en el Universo. Hace poco tiempo, en California, un equipo de físicos del Centro del Acelerador Linear de Stanford (SLAC, EUA) descubrió, mientras trabajaba en un experimento de aniquilación de materia, la existencia de estas entidades inconcebiblemente diminutas. Este mismo equipo había demostrado en años anteriores que era posible la creación de materia a partir de la radiación, es decir, exactamente lo inverso que resulta del encuentro de partículas con antipartículas.
Medio año antes de la muerte de la señorita Daisy, exactamente en abril de 2010, cuando nos encontrábamos trabajando en la inversión inducida de la polaridad de nuestro entonces recién llegado electroimán, un incauto estudiante de post-grado de la Universidad de Oxford tropezó en uno de los balcones de observación y, desafortunadamente, fue a parar justo en el centro del campo electromagnético. Fue una verdadera tragedia. El doctor Wallace, que era director del instituto, tuvo que soportar una larga y fastidiosa investigación policial para deslindar responsabilidades. El episodio solo no fue más amargo gracias a que este inesperado infortunio mostró una fuente insospechada de fanthons: el cuerpo humano. Por alguna razón que hasta entonces desconocíamos, la muerte del estudiante tenía una relación indiscutiblemente estrecha con el surgimiento de trillones de fanthons. Nos percatamos de eso debido a que todos los sensores habían estado barriendo el interior del campo magnético en el momento del accidente. La lectura de los registros colocó en evidencia que, mientras el electroimán funcionaba a toda potencia, una infinidad de fanthons llegó a ser confinada en su centro magnetizado. A diferencia de lo que había sido observado en Stanford, las partículas que habían quedado atrapadas en nuestro electroimán tenían carga positiva, y no neutra, como se había pensado inicialmente.
Yo me resistí a creerlo, pero cuando el doctor Wallace me expuso su teoría, no tuve mas remedio que concordar con tan increíble descubrimiento. Según lo que logré entender, toda vez que un ser vivo muere, ocurre una liberación espontánea de fanthons, algo así como el humo que se forma cuando se quema un pedazo de leña. La pregunta que nos quedó atracada en la garganta, y que demoramos en soltarla, fue: ¿esta masa de partículas elementales es la esencia de lo que llamamos vida?

II

Nada contento con simples conjeturas, el incansable doctor Wallace tomó la decisión de someter a prueba su extraña teoría. Cierta mañana en que el electroimán se encontraba funcionando, Wallace apareció cargando un perro y, sin más ni más, arrojó el asustado animal para dentro del campo electromagnético. Como era de esperarse, el perro pasó a mejor vida en el acto, lo que no esperábamos era la ausencia de fanthons en el interior del campo. Estas pruebas se repitieron varias veces con los más diversos tipos de animales y plantas, pero sin ningún tipo de resultado. Wallace conjeturó entonces que, tal vez, la fuente de fanthos estuviese restringida apenas al cuerpo humano. A partir de ahí, varios cadáveres no identificados, donados por la morgue de la ciudad, fueron arrojados al campo electromagnético pero, invariablemente, sin ningún resultado aparente. Estos fracasos fueron suficientes para convencer Peter que, para tener éxito, el experimento debería reproducir exactamente todas las circunstancias que rodearon la muerte del estudiante de Oxford. Esto implicaba, aunque me resulte difícil decirlo, una cobaya humana viva.
Cuando Peter se enteró que en Uganda un hombre había sido condenado a muerte por tráfico de drogas y armas, sin pérdida de tiempo tomó un avión hasta Kampala para negociar que la ejecución fuese realizada en la isla de Man. Nunca me atreví a preguntarle cómo hizo para que las autoridades ugandesas aceptasen que la ejecución se llevase a cabo, bajo el más absoluto sigilo, en el INIPAS. Seguramente el soborno de algunas autoridades de gobierno había hecho con que esta descabellada idea se volviese realidad. La muerte del condenado había sido programada para las cuatro de la madrugada de una fría noche de otoño. Hasta entonces, yo no había tenido la tan mala suerte de presenciar la ejecución de un ser humano; tampoco había tenido la oportunidad de ponerme a pensar acerca de las cosas que algunos científicos son capaces de hacer en nombre de la ciencia.
El condenado ugandés llevaba un uniforme de color plomo oscuro y su rostro reflejaba un semblante de pánico puro. Rápidamente, dos soldados ataviados con uniformes verdes arrastraron el pobre hombre hasta el centro del electroimán. Acto seguido, un tercer militar, al parecer un oficial de alto rango, sacó su revolver y liquidó su víctima con un tiro en la nuca. Lógicamente, me fui en vómitos al ver tan horripilante escena. Aunque la verdad es que ni tiempo tuve de vomitar todo el repudio que sentía por ese acto de barbarie debido a que Peter, desde la cabina de control, me gritaba frenéticamente que activase todos los equipos: rápido Richard, antes que los fanthons se disipen —me dijo—. Cuando el electroimán formó el campo magnético y, a medida que el cuerpo del ugandés se quemaba, una nube de partículas elementales comenzó a aparecer en las computadoras. Según nuestros sensores, los fanthons habían quedado acorralados en el campo con carga negativa, tal cual frágiles pájaros dentro de una apretada jaula de metal. Los soldados ugandeses, sin preocuparse en saber lo que estaba pasando, se llevaron lo que restó del ejecutado una vez terminado el experimento. Desde entonces, Peter comenzó a trabajar incansablemente en su nueva teoría. Quería recolectar más datos antes de dar a conocer este fantástico, y a la vez macabro, descubrimiento. Su rutina diaria consistía en ir por la mañana a visitar su hermana en el hospital, para luego venir al instituto y trabajar sin descanso. Cuando la fatiga lo dominaba, se quedaba durmiendo sentado, ahí mismo en su silla, frente al computador. Dos meses después del experimento con el ugandés, nos enteramos que, en Texas, Estados Unidos, un asesino en serie estaba para ser ejecutado con una inyección letal. Nuevamente, sin pensarlo mucho, Peter hizo las maletas y me pidió esta vez que lo acompañase.
Según me enteré más tarde, Sullivan, el condenado a muerte, aceptó de buena gana participar de la experiencia que el doctor Wallace le había propuesto. Tras obtener un compromiso escrito y firmado por el abogado del reo, volamos hasta Stanford para encontrarnos con Charles W. Keith, antiguo colega de Peter, a quien se le comunicó, en carácter de primicia, el trascendental descubrimiento. El doctor Keith era un físico teórico impetuoso, casi fanático. Su pasión eran los sincrotones, con uno de los cuales había sido posible observar una única vez, y por apenas 10-5 segundos, el extraño y escurridizo fanthon. Keith defendía la tesis que el fanthon derivaba de la materia oscura del Universo, compuesta por neutrinos, una especie de leptón sin carga y con una masa de tan solo 10-36 gramos. La verdad es que solo vivía hablando de los neutrinos. Nos contó repetidas veces, con indescriptible pasión, cómo estas partículas elementales podían ser encontraban en todos los rincones del Universo. Según él, el vacío no existía, pues era posible encontrar hasta 115 neutrinos por centímetro de espacio. Lo interesante de estas partículas, nos dijo, es que constantemente están atravesando nuestros cuerpos, los objetos que nos rodean y hasta el planeta entero, sin nunca chocarse con ninguno de sus átomos. Son tan escurridizos que era probable que los neutrinos atravesasen limpiamente una pared de plomo con un grosor de varios años luz sin nunca chocarse con nada. Las especulaciones de Peter le resultaban sumamente atractivas, sobretodo porque sugerían que el fanthon podía ser, de hecho, una especie de neutrino, solo que con carga positiva. Lo interesante de esta partícula es que, a diferencia de las partículas subatómicas conocidas, que solo pueden ser observadas cuando se encuentran a la velocidad de la luz y por períodos de tiempo ínfimos, los fanthons sí eran relativamente estables y, por increíble que parezca, sí podían ser confinados en campos electromagnéticos.
Tanto el doctor Keith como yo éramos lo suficientemente inteligentes y estudiados para creer que la teoría de Wallace tenía fundamento. Sin embargo, mi inteligencia no se igualaba a la de ellos dos; esto lo supe cuando descubrí cómo me aburrían las largas discusiones que ambos entablaban a respecto del Modelo Estándar, el cual postulaba que la materia estaba compuesta por seis tipos de quarks, seis tipos de leptones y cuatro tipos de fuerzas, sin considerar, lógicamente, la gravitacional. Las discusiones se acaloraban cuando se intentaba encontrar un lugar para el fanthon en este enmarañado de partículas y fuerzas elementales, ¿sería éste en realidad un neutrino? En caso afirmativo, ¿cómo explicar pues la existencia de carga positiva? ¿Sería el fanthon el primer paso a ser dado para la formulación de la utópica Teoría Unificada, tan desesperadamente anhelada por los físicos de hoy? Así, durante largas horas, las preguntas se iban acumulando solitarias, sin ninguna respuesta, al menos hipotética, que les pudiese hacer compañía. La pregunta crucial, empero, era mucho mayor que todas las otras: ¿ya que apenas era posible detectarlos a partir de cuerpos humanos vivos, los fanthons representaban la esencia de aquello que llamamos alma?

III

El doctor Keith tenía excelentes relaciones con las autoridades tejanas, pues su esposa era prima del gobernador de aquel estado. Esto fue determinante a la hora de convencer al alcaide de la prisión de Huntsville, Ted Williams, que nos dejase instalar discretas cámaras de muones en la sala de ejecución, a fin de inferir indirectamente, por medio de la pérdida de energía, la presencia de fanthons. Las influencias políticas de Keith hicieron posible también que presenciásemos el ajusticiamiento desde un cuarto contiguo, que se encontraba lleno de computadores y aparatos de alta sensibilidad, todos traídos del SLAC. Esta fue mi segunda ejecución y, al parecer, mi estómago se encontraba un poco más templado, pues solo logré vomitar tres veces. Lo cierto es que no existe nada más horrible de ver que el rostro de una persona condenada a muerte durante sus últimos minutos de vida. Por más mala, por más hediondo que haya sido el crimen, por más “desalmada” la conducta de una persona, nada podía justificar, pensaba yo, la ley del “ojo por ojo, diente por diente”. Sobretodo ahora, que supuestamente nos encontrábamos cerca de demostrar la existencia del alma...
Nuevamente en Stanford, el análisis de las impresiones dejadas por las partículas en las cámaras de muones arrojaron nueva luz sobre la naturaleza de los fanthons. Por medio de un supercomputador fue posible determinar que estas partículas median apenas 10-23 metros y que, sorprendentemente, su masa era algo menor que la del neutrino. No restaba pues ninguna duda que el cuerpo humano vivo —y no muerto— era una fuente sorprendentemente abundante de fanthons. Pero Wallace no estaba contento; él quería ir más a fondo en el estudio de estas insólitas partículas.
El siguiente pasó que dio fue convencer Keith que usara nuevamente sus influencias en Texas para, esta vez, instalar en Huntsville un electroimán de emisión circular de bajo voltaje, pues una nueva ejecución estaba programada para dentro de tres semanas. Peter, Keith y yo trabajamos a tiempo completo en esta empresa. El electroimán de bajo voltaje exigía equipos de última generación y, por lo tanto, extremamente complicados como para ser montados sin la más detenida atención.
Sin darnos cuenta, el día de la ejecución ya había llegado. Ahora, un hombre negro, de unos treinta años, iba a ser muerto con una inyección letal. A pesar que este hombre alegaba, a los gritos, que era inocente, la ejecución fue rigurosamente cumplida en el día y la hora previamente establecidos. El electroimán funcionó a la perfección, aunque, para nuestra sorpresa, ninguna nube de fanthons llegó a ser confinada. Lógicamente, como buenos científicos que Wallace y Keith eran, todos los cálculos fueron revistos, los equipos probados una y otra vez, sin descanso, hasta la próxima ejecución.
La tercera víctima era un hombre de mediana edad, asesino confeso de tres jovencitas que fueron estupradas y degolladas por él hace cinco años. Esta vez, tal como se esperaba, una pequeña nube de fanthons logró ser confinada en el campo electromagnético luego que el reo dejó de respirar. Nuestros sensores grabaron millares de datos y las computadoras nos dejaron visualizar un colorido enjambre de partículas cargadas positivamente. Satisfechos con esta experiencia, volvimos a Stanford para analizar con más atención los nuevos registros. Lo curioso fue que, hasta el momento, no habíamos encontrado una buena razón que explicase el fracaso del experimento con el hombre que alegaba inocencia. Considerando que la última experiencia había sido realizada bajo las mismas condiciones que la anterior, fue posible inferir que la única variable que todavía se encontraba suelta eran los propios fanthons, ya que todavía muy poco sabíamos sobre ellos. La única hipótesis plausible que podía explicar el fracaso de una de las experiencias era la existencia de fanthons con carga negativa, hecho que explicaría por qué el campo magnético, también com carga negativa, no había logrado atrapar estas partículas.
No sé bien quien de ellos fue; de lo que sí estoy seguro es que no fui yo quien arrojó esta formidable idea: ya que supuestamente se trataba del alma, y debido que existen almas buenas y malas, conforme nos lo dicen todas las religiones del mundo, la carga podría variar conforme el tipo de vida que cada quién llevase hasta el momento de su muerte. ¿No era acaso esto lo que el cristianismo venía afirmando hace más de dos mil años? Según esta hipótesis, ¿no sería lógico pensar que el estudiante de Oxford y todos los hombres ejecutados eran realmente malos y, por lo tanto, con carga positiva; y que el hombre que alegaba inocencia era realmente bueno y, por lo tanto, con carga negativa? Pero..., ¿no debería ser al revés? es decir, ¿los buenos con carga positiva y los malos con carga negativa?
Felizmente, la Física nos había enseñado a lidiar con paradojas de lo más extrañas. Esta enseñanza fue necesaria para aceptar y desvendar la aparente incoherencia de esta hipótesis. Por ejemplo, si los malos tenían carga positiva ¿no sería de esperarse que, después de liberada su alma, esta fuese atraída por algún campo negativo? Igualmente, ¿ya que las almas buenas eran negativas, al ser liberadas por la muerte podrían dirigirse hacia un campo positivo? La nueva hipótesis exigía urgentemente una comprobación experimental. Lo difícil iba ser encontrar un nuevo condenado indudablemente bueno, es decir, capaz de liberar fanthons con carga negativa. Este problema, sin embargo, fue prontamente resuelto cuando Keith nos informó que en el estado de California recientemente había sido aprobada una ley que permitía la aplicación de la eutanasia en pacientes que sufrían de enfermedades en estado terminal. Siendo así, en pocos días hallamos alguien dispuesto a dar su contribución a la ciencia.

IV

Su nombre era Susan. Tenía más o menos sesenta años y se había tornado un vegetal después de recibir una dosis excesiva de anestesia durante una cirugía. Su esposo, hombre compasivo y amoroso, había conseguido una autorización para aplicarle la eutanasia. Nos dijo que sabía que Susan sufría, pues esta condición denigrante iba en contra de lo que ella siempre había sido: una mujer activa y jovial. Fue él pues quien accionó la pequeña máquina que introdujo en Susan, a través de un catéter, la solución de cloruro de potasio que le paró el corazón. Esta experiencia fue realizada en la casa de campo que pertenecía a la familia del doctor Keith, y adonde el electroimán de bajo voltaje había sido trasladado. Conforme lo esperado, el electroimán, esta vez con la polaridad invertida, logró capturar una nube de fanthons cargada negativamente. Inmediatamente, las partículas fueron bombardeadas con pulsos cortos de rayos gama con el objetivo de permitir que interactuasen con los positrones presentes en el campo. Esta interacción posibilitaría rastrear la dirección que los fanthos tomarían una vez apagado el electroimán. Nuevamente, nuestros ya bastante sorprendidos corazones fueron puestos a prueba cuando constatamos que todas las partículas enrumbaron directo hacia el espacio a una velocidad infinitamente mayor que la luz.
Keith nos dijo que no le sorprendía que los fanthons fuesen más rápidos que los propios fotones. Después de todo, no era la primera vez que la materia experimentaba velocidades superiores a 300 mil kilómetros por segundo. Conforme nos explicó, un segundo después de la Gran Explosión, ocurrida hace doce mil millones de años, el Universo se expandió y diluyó a nada menos que 20 años luz de distancia. Antes de ese instante, en el que Dios parece haber dicho fiat lux, el Universo era una bola compacta de partículas elementales, aproximadamente 30 millones de veces más caliente que el sol y 50 mil millones de veces más densa que el plomo. Las cifras y los relatos de Keith tenían la virtud de darme dolor de barriga, sobretodo porque los soltaba justamente a la hora de alguna comida. Lo cierto es que resultaba muy difícil digerir cualquier alimento con ese tipo de información.
Después de la notable experiencia con la señora Susan, nos dirigimos con todos los equipos a cuestas hasta Huntsville, pues un fanático religioso, condenado a muerte por haber asesinado varios adolescentes, iba a ser ejecutado en pocos días. Mi curiosidad científica era tanta que me hizo olvidar la repulsión que las ejecuciones me provocaban. Sin percibirlo, me estaba volviendo casi tan fanático como Wallace y Keith. El procedimiento hecho con la señora Susan, en California, fue igualmente aplicado con este hombre. Después de recibir la inyección letal que cegó su vida, la masa de fanthons del condenado, conforme habíamos previsto en Stanford, presentaba carga positiva. Las partículas fueron entonces bombardeadas para que interactuasen con los electrones del campo negativo. Al apagar el electroimán vimos, en medio de una gran expectativa, cómo los sensores acusaban que los fanthons se dirigían velozmente hacia el espacio. En otras palabras, habíamos descubierto que, tanto el cielo como el infierno, debían encontrarse en algún lugar del espacio sideral.
Nuestras idas y venidas a la penitenciaria de Huntsville habían llamado la atención del periodista David Stone, del Washington Post, encargado de cubrir todas las ejecuciones durante ese año. Como buen detective que era, Stone acabó descubriendo que nos encontrábamos realizando investigaciones de física de partículas. Lo que no lograba entender era ¿por qué en un presidio y por qué con condenados a muerte? Naturalmente, apenas salió publicado su reportaje, se armó un escándalo de proporciones insospechadas. Al parecer, a mucha gente no le gustó nada lo que estábamos haciendo en Huntsville, tal vez por lo macabro, por lo escatológico o, quizá, por el sacrilegio de querer escudriñar una frontera jamás explorada. La confusión llegó a ser tan grande que hasta fuimos acusados de violar de los derechos humanos de los ajusticiados y, bajo la anuencia del propio gobierno británico, tanto el doctor Wallace como yo quedamos prohibidos de abandonar el país.
Como suele suceder en este tipo de situaciones, las fuerzas políticas entraron rápidamente en acción. Quien sacó más provecho de este episodio fue el senador demócrata Conrad Smith, feroz adversario del actual gobernador de Texas, George Simon, primo político de Keith. Para nuestra suerte, los abogados de Simon lograron anular la orden judicial que impedía nuestro retorno a la isla de Man. Esto fue providencial ya que el doctor Wallace estaba muy preocupado con el cuadro de la señorita Daisy, a quien, según los médicos que la atendían, no le restaba mucho tiempo de vida.
Antes de decidirnos a abandonar el país, los abogados recomendaron a Wallace y Keith que diesen una conferencia de prensa con todas las explicaciones del caso. A pesar que esta no era la forma que había pensado en divulgar su fantástico descubrimiento, Wallace aceptó y, tanto él como Keith, se sometieron a un pesado interrogatorio periodístico en la red de televisión CNN. El país prácticamente paró cuando fue anunciado que estos científicos iban a dar declaraciones en la TV. Con todo, después de la entrevista quedó claro que nadie les creyó, y hasta fueron humillados en público cuando uno de los periodistas dijo que todo esto no pasaba de un intento de promover la imagen de dos científicos locos. La verdad es que el descubrimiento de Wallace era tan sorprendente, que no me resultó difícil entender la incredulidad de las personas. La idea que los fanthons fuesen la esencia del alma humana, y que el cielo y el infierno estuviesen en algún lugar del espacio, eran tan inadmisibles y descabelladas que muy pronto dejamos de ser el centro de la atención del mundo. Al menos así lo creíamos hasta el día que apareció en el INIPAS un enviado especial del Vaticano.
Cuando llegamos al aeropuerto para tomar el avión que nos llevaría de vuelta a casa, fuimos abordados por una jauría de periodistas. La policía local se vio obligada a usar la fuerza contra una turba de fanáticos dispuesta a lincharnos. Otros manifestantes, más recatados, exhibían enormes carteles en alusión a la defensa de los derechos humanos y a la abolición de la pena de muerte. Ya otros exhibían carteles de colores en que podían leerse “El alma es hecha de luz, no de materia.” Algunos carteles, hay que admitirlo, eran tan chocantes como el propio descubrimiento del doctor Wallace; éste era el caso de uno de ellos que decía: “Físicos, no dejen a las almas caer en el infierno”. Este último letrero hizo que me preguntase ¿cómo la Física podría hacer semejante cosa? Nunca, empero, me hubiese imaginado que el doctor Wallace ya estaba pensado seriamente en el asunto.
Por fin en casa, Wallace tuvo que conceder una serie de entrevistas a los principales diarios y cadenas de televisión de Gran Bretaña. Tal como sucediera en EUA, nadie se creyó la teoría que Peter había desarrollado. El golpe más duro fue dado por la Real Academia de Ciencias, que rápidamente lo declaró ex-miembro y persona no grata. Lógicamente, todo esto no logró perturbar su espíritu de hierro, por lo menos hasta el día que el padre Zanetti, del Vaticano, tocó las puertas del instituto. El día que se presentó, el doctor Wallace aceptó conversar con Zanetti y me pidió que participase de todas las reuniones que mantendría con él. Al contrario de lo que pensábamos inicialmente, Zanetti se tornó pieza fundamental en la estructuración y depuración de la teoría del doctor Wallace. Con formación en Física, Teología y Epistemología, Zanetti elucidó elegantemente la axiología y la ética implícitas en el hecho comprobado que el hombre era fuente inequívoca de fanthons, “las partículas del alma humana”, como llegó a llamarlas después.
El padre Zanetti nos explicó que la mudanza de una economía agrícola tradicional para una economía industrial urbana, operada a partir del siglo XVIII, hizo con que la Iglesia Católica se transformase profundamente. A partir de esa fecha, la Iglesia procuraba conciliar sus doctrinas fundamentales con el conocimiento científico moderno. Esta era la razón que lo había traído hasta nosotros. Recuerdo haberlo escuchado decir que el Vaticano no deseaba que se repitiera lo que sucedió con Galileo Galilei y Charles Darwin, cuando dieron a conocer sus teorías heliocéntrica y evolutiva, respectivamente. En principio, a diferencia de la comunidad científica, la Iglesia se inclinaba a reconocer que el descubrimiento de Peter tenía importancia, sobretodo desde el punto de vista religioso. Tal como nos lo explicó, la religión es un hecho social universal, tanto así que se la encuentra en todas partes y desde los tiempos más remotos. Su papel consiste no solo en promover la creencia en algún tipo de divinidad o el culto a lo sobrenatural, sino también en contribuir con la estabilidad social por medio de la obediencia de normas que visan el respeto a la dignidad de los seres humanos. Mas, para que esto se llevase a cabo, se hacía necesario que las religiones, sobretodo las occidentales, se sintonizaran con la ciencia por medio de un esfuerzo de conciliar fe y conocimiento.
Zanetti manifestó no haber entendido la razón por la cual los fanthons, otrora una especie rara de neutrinos, adoptaban carga positiva o negativa después de pasar un tiempo en el interior del cuerpo humano. Peter le explicó entonces que, por el hecho de poseer masa, los neutrinos son susceptibles de ganar carga eléctrica una vez en contacto con otra materia. Tal como las evidencias lo habían mostrado hasta el momento, cada persona, de acuerdo con el tipo de vida que llevaba, podía “magnetizar” estas partículas y convertirlas en fanthons. A diferencia de la percepción generalizada que asocia el bien con lo positivo y el mal con lo negativo, los fanthons habían demostrado, por lo menos en escala subatómica, que esto era exactamente lo contrario. Para nosotros también había resultado difícil aceptar que las almas “buenas” tuviesen carga negativa y, las “malas”, carga positiva; mas, como en el mundo subatómico la lógica parece no tener sentido, era de esperarse que esto algún día fuese explicado por la ciencia.
Cuando Zanetti indagó acerca del posible destino de estas partículas después de ser libertadas del cuerpo, tanto él como yo nos sorprendimos con la respuesta de Peter. Sucede que después de realizadas todas las experiencias en EUA, Wallace y Keith habían tenido el cuidado de analizar vectorialmente la dirección tomada por los fanthons una vez apagado el electroimán, y descubrieron que las partículas positivas adoptaron una trayectoria en dirección al centro de la galaxia. Después de analizar los datos con unos astrofísicos americanos, se pudo llegar a la sorprendente conclusión que estos fanthons se habían dirigido para el agujero negro que existe en el centro de la Vía Láctea. Al parecer, los fanthons negativos hacían exactamente lo mismo, mas, después de ajustar las coordenadas en función de la hora y la posición de la Tierra, fue posible determinar que estas partículas acaban dirigiéndose hacia diferentes lugares del espacio; talvez a aquellos lugares en donde ocurrieron las grandes explosiones que dieron origen al Universo.
Después de muchas conversaciones y discusiones, Zanetti nos expuso su interpretación de los hechos desde el punto de vista evangélico y doctrinal. Para él, no había dudas que el alma humana estaba compuesta por partículas elementales, con masa determinada y carga a ser definida con el tiempo. Para la teología tenía bastante sentido que las partículas llegasen al cuerpo humano sin carga, para después quedar polarizadas de forma negativa o positiva. Este hecho encontraba paralelo con el dogma que afirma que la carne recibe un soplo divino, el alma o pneuma, al momento de ser concebido y, dependiendo de la vida que cada uno lleva, es posible salvarse (ir al cielo) o condenarse (ir al infierno). La carga negativa de las almas “buenas” podría explicarse conjeturando que el cielo, a donde se dirigen todas estas almas, tenga carga positiva, y el infierno, al contrario, carga negativa, capaz de atraer todas las partículas cargadas positivamente.
El destino de cada una de estas partículas poseía más sentido teológico todavía. El infierno siempre ha sido simbolizado como un lugar eterno, muy caliente y cubierto de tinieblas, de donde nadie puede salir una vez que ha entrado. Este sería justamente el caso de un agujero negro, destino final de los fanthons positivos, en donde la enorme fuerza de gravedad hace que el tiempo no transcurra y que la materia alcance presiones y temperaturas infinitas, al punto que nada, ni siquiera la luz, pueda escapar de allí. El cielo, por el contrario, se lo concibe como un lugar, además de eterno, lleno de luz donde reina la paz y el amor. Siendo así, los puntos de partida del Universo que existen en algún lugar del espaciotiempo, y adonde se dirigen los fanthons negativos, no dejaba de ser análogo al cielo ya que en estos lugares la luz es absoluta y, por la cantidad de fanthons negativos, es decir, almas “buenas”, la paz y al amor deberían ser la regla. Por otro lado, debido a la carga eléctrica antagónica, sería virtualmente imposible que un fanthon negativo (bueno) cayese al agujero negro, cuya carga es negativa, y viceversa. Tal como está escrito en la Biblia, “Dios ha creado un abismo insalvable entre el cielo y el infierno”...

V

La breve pero intensa convivencia con el padre Zanetti hizo que nos volviésemos buenos amigos. A cierta altura, Peter le contó que su hermana estaba moribunda y que él no sabía qué pensar a respecto del destino de su alma. Sucede que, años atrás, cuando era niño, Peter presenció, mientras permanecía escondido dentro de un guardarropa, como su hermana asfixiaba su madre con una almohada. Él comprendió que lo único que ella quería era acabar con el sufrimiento de su progenitora, quien estaba siendo consumida por la esclerosis. Meses antes, su padre había muerto de la misma enfermedad en una cama de hospital. Peter no sabía si su padre también había sido víctima de la extraña compasión de su hermana. Seguro que ella había cometido por lo menos uno de los homicidios, y aunque por razones humanitarias, subsistía la duda si esto la tornaba una persona “mala”, es decir, candidata al infierno. Zanetti, muy apenado, le dijo que la Iglesia era completamente contraria a la práctica de cualquier tipo de eutanasia. Según él, solamente Dios y nadie más tiene el derecho de quitarle la vida a una persona. Por lo tanto, matar a alguien, excepto por defensa propia, era considerado pecado mortal, es decir, sujeto a una “condenación eterna”. Los argumentos teológicos dados por Zanetti dejaron a Peter bastante trastornado. Conciente de esto, Zanetti intentó consolarlo diciéndole que la misericordia de Dios era infinita, sobretodo para aquellos que se arrepienten de corazón y abrazan el santo sacramento de la confesión.
Ateo convicto hasta antes de toparse con los fanthons, Peter se dispuso hacer las paces con Dios. Su nueva obsesión pasó a ser exigir de los médicos que encontrasen una manera de sacar a su hermana del estado de coma, a fin de darle la oportunidad de confesarse y, así, intentar alcanzar el perdón de Dios. Lamentablemente, por más intentos que fueron hechos, nunca fue posible sacar a la señorita Daisy del sueño profundo en que se encontraba. Presintiendo lo peor, Peter pasó a trabajar como un loco en un software capaz de interpretar adecuadamente las oscilaciones de energía constatadas en la nube de fanthons. La idea que tenía era crear una especie de lenguaje para comunicarse con la conciencia que posiblemente subsistía en la masa de partículas. Al parecer, su brillante inteligencia no lo abandonó durante esta terrible tribulación. Después de un mes de arduo trabajo, Peter había logrado inventar una forma de “hablar” con las partículas del alma humana. Quien confirmó la eficacia de semejante programa fue el doctor Keith, en EUA, trabajando a escondidas con los fanthons de un hombre que había decidido hacerse la eutanasia. El siguiente y último paso a ser dado era pues esperar la muerte de Daisy e intentar un contacto que posibilitase una eventual confesión.
La lúgubre madrugada en que falleció la señorita Daisy estaba fría. Como en las películas de terror, nubes negras entrecortaban la espléndida luna que se despedía solitaria por el horizonte; del otro lado, el majestuoso astro rey comenzaba a derramar su dorada luz sobre las ondulantes aguas del Mar de Irlanda. Las conjeturas de Peter habían estado correctas: cuando su hermana expiró, el campo magnético, previamente polarizado con carga negativa, logró atrapar el alma “mala” de la señorita Daisy. Entre sollozos, Peter llamó por teléfono al padre Zanetti, quien no demoró mucho en llegar al instituto. Al ver la nube de fanthons de la difunta en una de las computadoras, Zanetti dio media vuelta y, de frente al electroimán, cayó de rodillas y pronunció una plegaria en voz baja. Entonces fue que Peter echó a andar el programa de comunicación y dio inicio al diálogo más extraño y escalofriante que haya escuchado en toda mi vida, tanto así que me acuerdo de cada una de las palabras pronunciadas ese día:

—Daisy, querida, soy yo, Peter..., ¿puedes escucharme?
—¿Peter?
—Sí Daisy, soy yo.
—Peter... ¿Qué está pasando? ¿Dónde me encuentro?
—Querida hermana, no hay tiempo para explicaciones. Necesito que hables urgentemente con una persona, tu destino depende de eso...
—Peter... Estoy asustada, ¡dime por favor qué es lo que está pasando!
—Señorita Daisy —intervino Zanetti—, no tenga miedo por favor. Soy padre y estoy aquí para escuchar su confesión; es imperativo que me responda unas cuantas preguntas...
—¿Confesión? ¿Por qué confesión, acaso me estoy muriendo?
—Apenas dígame si cree en Dios —dijo Zanetti, sin responder a las preguntas que el alma de la señorita Daisy había formulado.
—¡Claro que creo en Dios! ¿Dónde está Peter?
—Estoy aquí Daisy. Por favor ten calma, te voy a contar lo que está pasando...

Mientras Peter y Zanetti explicaban a Daisy la situación en que se encontraba, yo me esforzaba para controlar el electroimán. Al parecer, a medida que el tiempo iba pasando, resultaba más difícil mantener la estabilidad del campo. Toda vez que la masa de fanthons amenazaba atravesar la esfera de electrones, me veía obligado a aumentar la tensión del campo. El problema era que los equipos tenían un límite de amperaje; esto determinaba un período de confinamiento no mayor que una hora. Era pues eso lo que le restaba de tiempo a la señorita Daisy en este mundo. Si Zanetti no lograse arrancarle una confesión, el destino de la que fuera hermana del doctor Wallace estaba fatalmente trazado.
Cuando Peter le hizo entender a Daisy que ya estaba muerta y que se encontraba al borde del infierno, sus fanthons permanecieron largos y angustiantes minutos en silencio. Al parecer, la señorita Daisy se encontraba realizando un examen de conciencia antes de confesar sus pecados. Debido a que la confesión es un acto estrictamente personal, Zanetti nos pidió que nos tapásemos los oídos para no escuchar los pecados de la señorita Daisy. Al cabo de media hora, vi cómo Zanetti erguía la mano derecha para hacer la señal de la cruz. Hecho esto nos comunicó que la confesión había sido realizada y que, en nombre de Dios, Daisy había sido absolvida de todos sus pecados. De hecho, instantes después de decirnos esto los sensores acusaron un violento cambio de polaridad en los fanthons, los cuales habían acabado de pasar de positivos para negativos. Apenas me di cuenta de lo que estaba pasando, invertí de inmediato la polaridad del campo, a fin de conseguir mantener confinada el alma de la señorita Daisy por unos instantes más. Rápidamente, le comuniqué a Peter, lleno de alegría, que su plan había dado resultado y que se apurase en despedirse, pues no quedaba mucho tiempo. Con lágrimas en los ojos, Peter de despidió tiernamente de su hermana y le agradeció todo lo que ella había hecho por él. Por fin, el campo entró en colapso y el alma de la señorita Daisy se dirigió velozmente hacia su última morada.
Varios años después de este episodio, la comunidad científica terminó aceptando la teoría del doctor Wallace. Nuevas evidencias surgían todos los días corroborando la existencia de las “partículas del alma”. Fue establecido que una especie desconocida de neutrinos del tipo Tau eran los que acababan transformándose en fanthons a partir del momento de la concepción del ser humano dentro del vientre materno. Tal descubrimiento fue aplaudido por la Iglesia debido al efecto avasallador que tuvo en el combate contra las prácticas de aborto. Por otro lado, muchos pecados mortales, como la eutanasia por ejemplo, dejó de serlo en determinadas circunstancias, al constatarse que ciertas almas “producidas” por este recurso extremo resultaban con carga negativa. Por primera vez en la historia, el occidente presenció cómo la ciencia ayudaba a consolidar los valores religiosos, y cómo las religiones aprendieron a aceptar mejor los descubrimientos de la ciencia. La pena de muerte terminó siendo abolida al verificarse estadísticamente que, después de muertos, las almas de muchos políticos, jueces y abogados con algún tipo de participación en la ejecución de seres humanos culpables o inocentes, se precipitaban de cabeza en los agujeros negros.
Fue descubierto también que las plantas y los animales tenían alma, solo que compuesta por partículas sutilmente diferentes de los fanthons humanos. Esta constatación posibilitó el surgimiento de una nueva ética ecológica, mucho más justa y “fraterna” que la anterior. Para el espanto de todos, también fue comprobada la existencia de fanthons bipolares, es decir, partículas en donde coexisten tanto cargas negativas como positivas. Al contrario de los fanthons con carga definida, los bipolares se quedan en la Tierra girando caprichosamente al rededor del campo magnético del planeta. Esta constatación dio un nuevo impulso a la hasta entonces incipiente ciencia de la parapsicología.
Las implicaciones de la teoría de Wallace fueron enormes en todos los sentidos. El descubrimiento de las partículas del alma provocó una revolución cultural nunca antes vista. La vida, las relaciones entre los hombres, y la forma como estos se relacionaban con la Naturaleza, pasaron a ser determinadas de acuerdo a una óptica más trascendental y mística, sin por eso dejar de ser científica. Muchos estados desarrollaron y adoptaron regímenes políticos teodemocráticos, en donde los hombres, por fin, podían esperar llegar a ser verdaderamente libres e iguales algún día.
En cuanto a mí, ya con ochenta años de edad, apenas puedo decir que espero ser agraciado con la carga negativa el día de mi muerte. Todo este tiempo me he esforzado por ser un buen hombre y un buen cristiano; he acompañado con estrecho interés la evolución que sufrido la teoría de quien fuera mi maestro, el legendario doctor Peter Wallace, cuyos fanthons, a la hora de morir, enrumbaron raudamente hacia algún lugar del Universo.


FIN

7 de agosto de 2009

A Cincuenta Años Luz

I

―¡Cómo que no llegaron a tiempo! ―Grita el director Policarpio Vergara―. ¿Después de tanto entrenamiento y dinero invertido en esta cojudez?
―La verdad, señor director, es que hicimos todo lo posible ―se rasca la cabeza, seca con la mano el sudor de su frente el capitán Pantaleón Malpartida.
―Cálmate, Policarpio ―pide con delicadeza la doctora Graciela Caballero―. Esas cosas pasan.
―Claro, fácil es hablar ―camina de arriba para abajo, llama por teléfono, lo mira feo al capitán Pantaleón el director Vergara―; lo difícil será convencer a mister Henry que realmente somos capaces de hacer el trabajo.
―Ojalá que la misión haya dado resultado ―reza preocupado, cruza los dedos el señor Buenastardes―; no quiero ni imaginar la reacción de mister Henry con un nuevo fracaso.
―Mister Henry está medio chocho con la edad ―observa, se arregla el pelo, se pasa lápiz labial la secretaria Mabel―. Vas a ver, si las bestias que contrató todavía no han logrado nada, mister Henry continuará financiándolos.
―¡Ay, hija, no hables así! ―Se derrite, suspira con los ojos el señor Buenastardes―. Los muchachos del Instituto son unos churros; y ese capitán Pantaleón, hija: qué ojos, qué brazos, qué mirada... igualito al Pantaleón Pantoja de Vargas Llosa.
―No seas ingenua, Buenas ―escribe una carta, atiende el teléfono la señorita Mabel.
―Bueno, sí señorita, yo espero ―se afloja la corbata, prende un cigarro el director Policarpio Vergara.
―¿Qué día es hoy, Teté? ―Arroja el pijama, se tira un pedito a las escondidas el señor Henry―. No se me vaya a pasar el día que tengo que ir al Perú.
―Sábado, viejo ―responde con sueño todavía, se levanta también, bosteza y se pone la dentadura la señora Teté Touché―, y ya deja de pensar en ese Instituto, hombre; como si en la vida no hubiera otras cosas de qué preocuparse.
―¿Señor Henry? Lo llaman de larga distancia ―anuncia la señorita Mabel.
―¿Vergara? ―se levanta el pantalón, se tira otro pedito el señor Henry―. Más le vale que me tenga buenas noticias.
―Me voy a la cocina, hija ―sale corriendo, da un saltito de ballet, se le rompe una uña al señor Buenastardes―, presiento que la noticia que le tienen a mister Henry no es de las buenas.
―Estábamos a punto de filmar las imágenes que nos pidió, señor Henry ―explica, elogia su buena salud, pregunta por la señora Teté el doctor Policarpio Vergara―, estoy seguro que en el próximo vuelo vamos a dar en el clavo.
―Ya que vas a la cocina, ¿qué tal si me traes un bizcocho? ―se polvea la nariz, se acuerda que tiene alergia a ese cosmético, estornuda cinco veces la señorita Mabel―. De los nervios ya ni sé lo que hago, pucha.
―Sí, señor Henry... Claro, mister Henry ―balbucea, se peina de a mentiras, la mira a la doctora Graciela el doctor Policarpio Vergara―; le prometo que de ésta no pasa, mister. Le voy a pedir a la doctora Graciela que ahora mismo escriba el informe.
―No te dije, hija ―trae un bizcocho de chocolate, hace sonar los tacos, se mira al espejo el señor Buenastardes―; hasta parezco adivina.
―Mister Henry se puso como una fiera ―clava los dientes en el bizcocho la señorita Mabel―. Hubieras escuchado los gritos que dio; pobre doña Teté, no sé cómo lo aguanta.

II

―Qué sarta de incompetentes ―resmunga, coge el teléfono, pide a la señorita Mabel que llame a Buenastardes de inmediato; le duele la cabeza a mister Henry.
―¿Yo? ―se atora, gira los ojos, recupera el aliento el señor Buenastardes―. Pero si nunca he viajado por el hiperespacio.
―Siempre hay una primera vez ―lo anima, se anuda la corbata, revisa si la billetera tiene dinero mister Henry―, además, nada mejor que alguno de mi confianza para verificar si no me están tomando el pelo, ¿no le parece?
―No sea gallina ―persuade, seduce, convence la señora Teté―, si nada le va a pasar, hombre.
―Usted tiene que ir, Buenastardes ―lo coge por el hombro, le habla suave mister Henry―, ya me cansé de los fracasos de esos incompetentes y de sus informes llenos de palabras difíciles. Si otra vez fracasan, o, para variar, logran cumplir la misión, quiero que usted mismo me traiga los resultados. ¿Qué tal?
―Qué más quiere, Buenastardes ―insiste, se ríe, suspira la señora Teté―, usted va a viajar al lado del simpatiquísimo capitán Pantaleón.
―Oye, Teté ―gruñe, pone cara fea, se irrita mister Henry―, está bien que quieras convencer a Buenastardes, pero no te pases, pues.
―¡Ay, mi madre: ME MUERO! ―grita, se muerde los labios, lo agarra por el cuello el señor Buenastardes al capitán Pantaleón. Hasta parece que mi alma se quedó atrás.
―La primera vez es así, después pasa ―verifica el rumbo, envía un mensaje subespacial el copiloto Washington Huamán―; la primera se me revolvió la barriga y vomité todo lo que había comido en una semana entera.
―No le hable de esas cosas, Huamán ―pide, reprocha, se escapa del señor Buenastardes el capitán Pantaleón.
―Sí, oiga usted, no hable así pues ya estoy lleno de náuseas ―implora, se pone verde, vomita el desayuno, el almuerzo y la comida el señor Buenastardes―. ¡Se lo dije!
―¿Y ahora, quién limpiará esos vómitos flotando por toda la nave? ―se lamenta, le dan también ganas de vomitar a Washington Huamán.
―Tendrá que ser usted, señor Buenastardes ―se tapa la nariz, le sale la voz de pato al capitán Pantaleón―. Coja una bolsa de plástico y vuele hasta los residuos, pero no toque en ninguno de los botones del panel azul.
―¿Cuánto falta para llegar? ―recoge el vómito gota por gota, deja todo brillante, incluso el panel azul, el señor Buenastardes.
―Dentro de tres horas, cincuenta minutos y veintidós segundos deberemos llegar a las coordenadas indicadas por mister Henry ―explica, verifica todos los cálculos, ve al señor Buenastardes rebotando como pelota de playa el capitán Pantaleón―. Hablando de eso, ¿por qué alguien quiere tanto que se filme un lugar de hace cincuenta años?
―Por lo que he podido chismear, mister Henry desea tener imágenes del momento exacto en que su abuela, doña Heather, falleció ―responde, se asoma por una ventana, se asusta con las estrellas pasando como flechas el señor Buenastardes―. Mi patrón es muy sentimental, fíjese.
―¿Y qué de sentimental puede tener eso? ―duda, tuerce la nariz Washington Huamán― Los ricos tienen cada capricho...
―No lo creo ―añade, se escapa una vez más del señor Buenastardes el capitán Pantaleón―. Para invertir más de dos millones de dólares en esta misión, o mister Henry está loco de remate o aquí hay gato encerrado.
―No me diga que ya llegamos, ¿tan rápido?―se alegra el señor Buenastardes.
―Así es cuando se viaja por el hiperespacio ―acciona el telescopio cuántico, verifica las coordenadas, da un grito de alegría el capitán Pantaleón―. Esta vez llegamos al lugar exacto, nada menos que a cincuenta años luz de la Tierra, y a tan sólo cuatro minutos de la hora señalada por mister Henry.
―Un poco más a la derecha, así, Huamán, pero no tan rápido ―se entusiasma, prepara la computadora, cruza los dedos el capitán Pantaleón―. Cuando se lo diga, comience a filmar, ¿OK?
―Listo, jefe, ya tenemos todas las imágenes en la memoria ―celebra Huamán―, ¿qué le pareció, Buenastardes, no es fantástica esta nave?
―Vaya si lo es ―se emociona, le hace ojitos al capitán Pantaleón el señor Buenastardes―; espero que sea igualmente fantástica para llevarnos de vuelta a la Tierra.

III

-¿Qué cara es esa, darling? Parece que hubieras visto un fantasma ―observa seis meses atrás la señora Teté.
-Lee esta noticia, Teté -se emociona, muestra el periódico mister Henry-, parece que esta empresa peruana ha conseguido licencia para utilizar la fotografía quántica con fines comerciales.
-¿O sea que ya toda la Historia reciente fue reconstruida? -pregunta, lee con avidez, se responde a sí misma la señora Teté-. ¿Claro, no? De lo contrario no les hubieran permitido fotografiar el pasado de la Tierra de forma comercial.
-Ya todo se sabe, Teté -anota la dirección, llama a la señorita Mabel mister Henry-: quien realmente mató a Kennedy, que Hitler no se suicidó, por qué realmente se hundió el Titánic, el paradero de Ibn Attiya después de volar Tel-Aviv, la suerte que llevó Harold Spencer cuando llegó a Estados Unidos de Europa después del primer vuelo por el hiperespacio, etcétera. ¿Te imaginas cómo será cuando las naves espaciales superen la barrera de los trescientos años luz?
-Yo me muero por saber cómo era el rostro de Cristo y compañía -abre los ojos, suspira hondo, se persigna la señora Teté.
-Mande preparar mi avión, señorita Mabel -ordena, se hace el serio mister Henry¾, y dígale a Buenastardes que se aliste para viajar.
-¿A Perú? ¡Huy! Qué miedo, hija -transpira, se come las uñas el señor Buenastardes-. ¿Y si algún inca me secuestra?
-Claro que sí, señorita Mabel, será un placer recibirlos aquí en Lima -no puede creerlo, quiere gritar de alegría el doctor Policarpio Vergara-; como bienvenida los voy a llevar a comer a una picantería.
-¡No te creo! ¡Jura! -se asusta, pide que le pellizquen el brazo la doctora Graciela-. ¿Así de fácil?
-¿No te dije que iba a ser un negocio redondo? -se ufana, saca pecho Policarpio Vergara-. La historia del Perú desde 1900 ya fue toda pasada a limpio, ¿qué iríamos hacer con este monstruo de Instituto?
-Oye, cholo, la verdad es que te pasaste -hace las cuentas, se espanta con el resultado, casi se desmaya la doctora Graciela-. Si mis cálculos están correctos, vamos a ganar más de dos millones de dólares.
-El dinero no es problema, doctor Vergara -saca su chequera, le pide el lapicero al señor Buenastardes mister Henry- ¿Está bien un millón de dólares para comenzar?
-Me parece suficiente -se atora, tose, se muerde los labios el doctor Policarpio Vergara-. En un par de meses, o tres a más tardar, estaremos en condiciones de lanzar la nave al hiperespacio.
-¿Cincuenta años luz? Claro que sí, doctor Vergara, no es cosa del otro mundo -confirma en una reunión privada el capitán Pantaleón Malpartida-. Habría que darle una aceitadita a la nave y ya está.
-Sin olvidar que habría que comprar un nuevo sincronizador espacio-temporal -acota, insiste, nadie le hace caso al copiloto Washington Huamán.
-Ya me veo corriendo por las playas de Aruba -sonríe, sueña despierta la doctora Graciela.
-No hay que olvidarnos del sincronizador -recuerda, llama la atención Washington Huamán-. La última vez, por culpa de ese armatoste, invadimos espacio americano. Para barajarla tuvimos que inventar toda aquella historia de que el pasado reciente de ambos países era indistinto, ¿se acuerdan?
No sea pesimista, Huamán -lo ignora, no le da oídos el doctor Vergara-, el sincronizador de la nave tiene para rato.
-No se olvide que uno nuevo debe costar alrededor de tres millones de dólares -interviene oportunamente la doctora Graciela-. ¿Con qué plata, pues?
-Después no digan que no les avisé -advierte, desafía, se resiente Washington Huamán.
-Tenga fe, Huamán -le da un espaldarazo el capitán Pantaleón-, ya verá cómo todo sale bien.
-Listo, Teté -almuerza en la picantería, resucita al señor Buenastardes, regresa a Londres mister Henry-, no tuve que regatear nada.
-¿Tan barato? -se sorprende, se sirve un whisky la señora Teté-. ¿Y serán capaces de interceptar la luz de hace cincuenta años con la precisión de minutos y segundos?
-Claro, Teté -la tranquiliza mister Henry-, hasta me mostraron una secuencia muy clara de cómo fue derrocado el presidente Belaunde Terry en 1968.
-Ojalá que no sea un ensarte, darling -sospecha la señora Teté.
-No stress, Teté -le pide calma, le soba la espalda mister Henry-, ya verás cómo todo sale a pedir de boca. Con la imagen de la abuela revelándole a mi finado tío Winston el número de la cuenta en Suiza, nos volveremos multimillonarios.
-Si además de observar el pasado pudiera ser posible alterarlo, yo misma le daría un tiro al idiota de tu tío -ruge, imita una pistola con los dedos la señora Teté-. ¿Cómo se le ocurrió morirse sin decirnos el número y la clave de la cuenta de la abuela?
-Cuando pongamos las manos en la fortuna de la abuela, toda esa rabia se te va a pasar -promete, enciende un habano, se pone a leer el periódico mister Henry.
-Y todo eso por apenas dos millones de dólares, ¿verdad, darling?
-Así es, mi querida y adorada Teté.

V

-¿Te arrepientes de tus pecados, Heather? -pregunta, se persigna con agua bendita el padre Frederick.
-De todos, padre -responde, tose, escupe sangre doña Heather-, sobretodo de haber sido tan avara...
-Pero todavía puedes redimirte de ese pecado capital. ¿Por qué no distribuyes tu fortuna antes de partir? -propone el padre Frederick-. No sería mala idea que, además de tus parientes, te acordaras de nuestra parroquia.
-Claro que sí, hermana -promete, se alegra, hace las cuentas el señor Winston-, yo me encargaré de distribuir tu fortuna equitativamente entre todos tus nietos cuando lleguen a la mayoría de edad.
-No te olvipsdt bzzzrtd... *&ytr%6zzzzpiiiiiiiiiiii...
-¿Qué rayos es eso, Buenastardes? -indagan, se asustan al mismo tiempo la señora Teté y mister Henry.
-En el Instituto me dijeron que es una interferencia -explica, se abanica con las manos el señor Buenastardes-. Ni siempre la luz llega uniformemente después de haber viajado varios años por el espacio.
-Te ruego también que cuides de la Fifí y del Ron-Ron -implora, se preocupa, está a punto de dar su último suspiro doña Heather-. No dejes de darles leche desnatada: ya sabes lo gordos que están.
-Sí, hermana.
-La casona de Dublín la vendes y el dinero lo guardas en el banco...
-Sí, hermana.
-Al bueno-para-nada de mi ex-marido, si es que todavía no se ha muerto de borrachera, le entregas la casa de Limerick, pero, antes, cambia todas las botellas de vino que hay en la despensa por garrafas de agua.
-Sí, hermana.
-Riega las plantas de este jardín sólo por las tardes. Mata las cucarachas que hay en el sótano, y a ver si tapas las goteras del cuarto de huéspedes.
-Sí, hermana.
-Para todo eso vas a necesitar plata, ¿no es cierto, Winston?
-¡Sí, hermana!
-Pues entonces abre bien las orejas: en el Royal Bank de Zurich tengo guardado alrededor de *&¨%+#@!bzzpiiiiiiii... mil millones de dólares, ¿estás escuchando?
-Claro, hermanita -tiembla, no lo puede creer, se pone pálido el señor Winston-, ¿acaso parezco distraído?
-Es que has puesto una cara de espanto que ni nuestra santa madre te reconocería si te viera. Como te decía, el número de la cuenta es #$ ¨587”)*&78bzpiiiiiiiiii..., y la clave %&*+&4098%*bzzpiiiiiiiiiii... ¿Entendiste?
-Sí, hermana.
-¡Pero qué absurdo! -grita, se desmaya, le dan sales a la señora Teté.
-¡No es posible, no es posible! -se pone pálido, se enfurece, trata de estrangular al señor Buenastardes mister Henry-. ¿Qué clase de imbéciles son esos tipos que trabajan en ese instituto de porquería?
-Le juro que yo no sabía de nada, mister Henry -se disculpa, se escapa, trata de salvar su pellejo el señor Buenastardes-. Yo me limité apenas a acompañarlos en el viaje y a cerciorarme que las imágenes fueran filmadas.

VI

-¿Será que por fin me volveré multimillonario? -se pregunta, se acomoda para ver las imágenes un año después mister Henry.
-Por fin nos volveremos... querrás decir -corrige, se molesta, se acomoda también la señora Teté-, no te olvides lo de “juntos en la riqueza y en la pobreza”.
-Por favor, San Expedito, que todo salga bien -implora, quiere llorar el señor Buenastardes-, ya no aguanto más esos viajes por el hiperespacio.
-Ojalá que este instituto colombiano no sea el mismo ensarte que el peruano -espera ansiosa, pide al cielo para que así sea la señora Teté-. No voy a descansar hasta que nuestros dos millones de dólares sean devueltos por esos peruanos estafadores.
-Para todo eso vas a necesitar plata, ¿no es cierto, Winston? -pregunta en su lecho de muerte, bajo una luz apacible que llega al jardín de la señora Heather.
-¡Sí, hermanita! -reconoce, mira el cielo azul, se emociona el señor Winston.
-Pues entonces abre bien las orejas: en el Royal Bank de Zurich tengo guardado alrededor de veinte mil millones de dólares... ¿estás escuchando?
-Claro, hermanita... ¿acaso parezco distraído?
-Es que has puesto una cara de espanto que ni nuestra santa madre te reconocería si te viera. Como te decía, el número de la cuenta es el 888956437201-98907, y la clave es YH6754LKMEW2523. ¿Entendiste?
-Sí, hermana.
-¡Por fin! -grita, sale corriendo por el cuarto, le besa los cachetes al señor Buenastardes mister Henry.
-¡Me desmayo, socorro! -dice, cae al suelo, la despiertan a la señora Teté-. Qué emoción, por fin podremos colocar las manos en toda esa fortuna. ¿A qué hora nos vamos al banco?
Luego, en el banco...
-¡Cómo que sólo hay dos dólares y cincuenta centavos! -gritan al unísono mister Henry y la señora Teté. Eso es imposible, ¿dónde está el dinero?
-Una pareja de peruanos lo retiró un año atrás -responde, lo lamenta mucho el gerente del Royal Bank-. Como la cuenta era al portador del número y la clave, no tuvimos otra salida a no ser entregarles todo el dinero...
-No hay nada que hacer, cholo -hace una venia, le besa las manos al doctor Policarpio Vergara la doctora Graciela-, te pasaste, eres un cráneo, un...
-Basta, basta, Gracielita, que me la voy a creer -dice, se hace el humilde el doctor Vergara-. La verdad es que no creía que fuera tan fácil sacar todo el dinero de Suiza.
-Pobres señor Henry y doña Teté -se apena, se ríe, da varias carcajadas la doctora Graciela Caballero-, hasta ahora se deben estar preguntando qué fue de nuestro destino después que les enviamos las imágenes alteradas de aquella vieja loca de hace cincuenta años atrás.
-Chola, olvídate ya -recomienda, corre por la playa, se entierra en la arena el doctor Vergara.
-Tienes razón, mi amor; vamos a disfrutar de nuestra fortuna. ¿Quieres más agua de coco?




Fin

Cromosoma Cuatro

I

Arthur Eliot era un perfecto nerd. Su baja estatura llamaba la atención cuando circulaba en medio de la muchedumbre de científicos de los más diversos países que habían acudido a la reunión de Boston. Cuando subió al palco del salón de conferencias del lujoso hotel Hilton, como buen nerd que era, tropezó en el último escalón y cayó aparatosamente regando por toda parte los papeles que llevaba. Dos personas que se encontraban en la primera fila corrieron apresuradamente para ayudarlo a levantarse. El rubor de Eliot pasó a confundirse con sus rojizos cabellos cortos y lisos.
-¡Pido mil disculpas, señores! -sonrió Eliot, avergonzado-. No sé por qué mis padres no se preocuparon en darme genes de coordinación motora más “sofisticados”.
Los presentes rieron. Algunos murmuraron. Otros dormían. Eliot, en el fondo, maldecía el incidente.
-Como todos sabemos -prosiguió Eliot, limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano-, un virus letal está acabando con la raza humana. Somos afortunados por no habernos muerto todavía. Nuestra condición privilegiada, tal como lo sugirió el doctor Amat antes de sucumbir a esta terrible enfermedad, puede deberse a una eventual resistencia genética, probable herencia de los tiempos en que aún vivíamos bajo la influencia de la selección natural.
Casi toda la platea estaba atenta y en silencio. Los dormilones ya habían despertado y se esforzaban por averiguar lo que se habían perdido.
-Hace poco más de 300 años nos volvimos inmortales -dijo Eliot, con el tono de voz más grave-. A mediados del siglo XXII nuestros padres decidieron librarnos de las amarguras de la vejez, que como todos sabemos, comenzaban a manifestarse a partir de los treinta años de edad, nada menos que con el inconfundible “cansancio de los ojos”. Luego venían, paulatinamente, y sin el menor pudor, los demás achaques: artrosis, osteoporosis, cáncer de próstata, ictus, glaucoma, cataratas, diabetes, presión alta, depresión, cáncer de mama, Parkinson, Alzheimer, etc.
Eliot se llevó a la boca un vaso de agua y, para sorpresa de todos, se puso a hacer gárgaras en público. Lo hacía para llamar la atención. Quería que la gente pensara que era un gran científico y, como todos aquellos notables de la ciencia eran, además de ambiciosos, algo excéntricos, él no quería huir a esa regla.
-Perdón... es que mi garganta anda un poco irritada -se disculpó-. Bueno, por medio de la Terapia de Corrección Genética los llamados “genes deletéreos” fueron extirpados de nuestro genoma a través de la arcaica técnica de manipulación citogenética, que en aquellos tiempos se basaba en el uso de simples sondas moleculares. A partir de entonces pasamos a morir sólo por accidentes o por enfermedades infecciosas raras. Este tipo de mortalidad era tan bajo que la clonación de los individuos muertos restablecía prontamente el equilibrio poblacional. Ahora, sin embargo, no sabemos qué hacer para revertir esta nueva y devastadora amenaza. Toda nuestra moderna tecnología médica se ha mostrado particularmente impotente y estéril...
El centenar de científicos que lo escuchaba se encontraba completamente intrigado con el discurso. Al contrario del resto, Thomas Crownkyohnolev, periodista inglés que hace pocos días arribara de Londres para participar del evento, comenzó a pensar en su pasado. Tanto tiempo había transcurrido que ya casi no se acordaba de su infancia ni de sus padres. Sentía mucho la falta de Max, hermano y compañero por más de 300 años. No sería fácil olvidarlo; la verdad es que lo necesitaba como nunca. Él era el único que le hacía ver los errores que acostumbraba cometer gracias a su incorregible ingenuidad. A pesar de la profunda abstracción en que se encontraba, las palabras de Eliot lo trajeron de vuelta al presente.
-Lo que estoy tratando de decirles -continuó- es que, al extirpar los genes de la muerte, que como sabemos estaban ubicados en el cromosoma cuatro, extirpamos también los de la reproducción, ligados a los primeros por medio de la pleiotropía. La pleiotropía, ustedes bien lo saben, es la facultad que un determinado gen tiene de comandar simultáneamente diferentes características fenotípicas. La eliminación de los genes de la muerte nos proporcionó la inmortalidad, pero su insospechada pleiotropía nos quitó la capacidad de reproducción.
Eliot hizo una nueva pausa para tomar agua. El silencio del recinto luego se transformó en un enjambre de apagados murmullos. Sus palabras habían logrado excitar al público. Los más reacios ya daban señales de impaciencia.
-Los recientes acontecimientos -señaló- nos muestran que la muerte del individuo era necesaria para garantizar la supervivencia de todo el conjunto, es decir, de la especie humana. Por medio de la selección natural y el mecanismo de la reproducción nuestro fundo genético era enorme y tremendamente versátil. Teníamos genes para cualquier tipo de eventualidad natural o artificial. Cuando una peste arrasaba una parte de la población, los supervivientes naturalmente inmunes a la enfermedad se encargaban de pasar esta, digamos, “resistencia genética”, a las futuras generaciones. Es por esa razón que prosperamos como especie por más de cien mil años. Ahora, sin embargo, debido a que nuestra aparente eternidad hizo desnecesaria la reproducción, nos encontramos a merced de una posible extinción. Es como si un contrato firmado con la naturaleza hace mucho tiempo hubiese sido roto, y nuestro castigo fuese la completa extinción. Me temo que la única forma de revertir este fatal destino sea por medio del retorno a nuestra vieja condición de mortales...
Después de esas palabras, un buen número de los presentes se retiró del auditorio visiblemente contrariados.
-Yo sé que algunos no aceptan lo que postulo -suspiró-. Sin embargo, me resta la esperanza de que la cordura tenga la última palabra. La teoría del “Contrato Natural” parte de la siguiente premisa: las especies están constantemente sometidas a cambios ambientales; algunos cambios son tan grandes que la mayoría sucumbe y apenas un pequeño grupo de individuos consigue soportarlos. Los sobrevivientes se reproducen y transfieren a las generaciones siguientes el genotipo que los hace resistentes a estos eventos ambientales. Con el tiempo y, debo subrayarlo, gracias a la reproducción sexual, los genes se mezclan una y otra vez, con la finalidad de abarcar el máximo posible de diferencias genéticas. Cuanto más diferentes los individuos, desde el punto de vista genético, por supuesto, mayores son las oportunidades de resistir a los eventuales caprichos del medio ambiente. Al haber roto el “Contrato Natural” nos hemos hecho merecedores de la extinción definitiva, ya que, conforme sucede con todos los seres de la Tierra, para vivir hay que morir...
Eliot se esforzaba en explicar su teoría y Thomas recordaba su pasado. Algunos recuerdos permanecían bien vivos en su memoria. Una tarde lluviosa, hace diez años, llegó empapado al lujoso y confortable recinto de la Ensueños Inolvidables S.A., en las afueras de Londres. A pocos metros de la puerta donde paró para escurrirse, una sonriente secretaria lo escudriñaba desde su escritorio. Al apretar un pequeño botón -el único que había en la mesa-, la mujer hizo que el ordenador holográfico se desvaneciese, dando lugar a un acuario virtual esférico, repleto de improbables peces multicolores.
-Buenos días, señor. ¿Puedo ayudarlo?
-Buenos días, señorita. Deseo información sobre los paquetes promocionales anunciados en el ciberperiódico del último domingo.
-Cómo no, señor -dijo la mujer, de forma suave y amable-. ¿Puede darme su nombre y generación, por favor?
-Thomas Crownkyohnolev, generación 2150 -respondió.
-¿Dirección?
-Sector sur, calle catorce, edificio siete, piso 80-C.
-¿Holófono para contacto?
-Sur-14-2323AXS.
-Gracias, señor Crownkyohnolev, enseguida una de nuestras agentes lo atenderá.
Mientras aguardaba sentado en un confortable sofá de espuma ultra leve, Thomas observaba detenidamente los innumerables hologramas que brotaban de las paredes, para luego desaparecer como pompas de jabón. De su izquierda surgían imágenes de exóticos paisajes ocupados por personas aparentemente felices. Una de las imágenes hacía alusión a una playa de arena plateada, cuya orilla se dejaba cubrir por una delicada lámina de agua celeste brillante. El cielo era de color azul oscuro, pero razonablemente iluminado por un gran enjambre de estrellas. De la pared del frente surgían más imágenes; esta vez eran escenas de aventuras al parecer muy intensas. En una de ellas un grupo de jinetes vestidos de negro, que cortaban el aire con cimitarras de aspecto singularmente desafiador, perseguía a un hombre enmascarado que iba a caballo llevando a una hermosa joven de piel blanca y largos cabellos castaños. Del fondo de la imagen aparecieron frases cortas escritas con letras de color dorado: “Viva usted también las aventuras del Enmascarado Solitario”. ‹‹Pero, cómo que solitario››, pensó Thomas, ‹‹si la muchacha que lleva detrás lo está abrazando como si fuese una garrapata››. Los anuncios seguían: “Todo esto por apenas 500 jornadas (incluyendo vivencias de sexo y romance.) Aproveche. Promoción por tiempo limitado”.
El precio le pareció salado. Quinientas jornadas era prácticamente un año de trabajo. Si bien tenía ahorrados más de tres mil jornadas, gastar un sexto de su crédito durante los primeros días de vacaciones sería lo mismo que repetir el error cometido varios años atrás. Aquella vez se entusiasmó tanto con los vuelos espaciales que casi todo lo ahorrado se le fue en un pasaje de ida y vuelta a la tropical Europa, satélite de la ahora mini estrella Júpiter, planeta modificado hace un tiempo por Ingeniería Planetaria.
Esta vez quería seguir los consejos de su hermano: no dejar de experimentar las delicias de los “placeres carnales”. Él se lo había recomendado insistentemente a pesar de que la aventura, además de evaporar todas sus economías, consumiría buena parte del año de vacaciones que todo mundo tenía derecho una vez a cada diez años.
Ambos vivían juntos hace trescientos años, desde la muerte de sus padres. En estos tiempos las familias estaban compuestas apenas por hermanos o primos. Como la reproducción ya no era necesaria, las uniones con miembros del sexo opuesto habían perdido sentido.
-¿Señor Crownkyohnolev? -llamó la secretaria-. Puede usted pasar, la señorita Virna lo espera. Oficina nueve, por favor.

II

La señorita Virna era una mujer relativamente callada, demasiado callada para un cargo de vendedora. A pesar de sus trescientos años, aparentaba no más de que veinticinco. Thomas no comprendía por qué una mujer tan reservada ocupaba un cargo así, en donde la locuacidad debería ser la regla. Ya que ella se limitaba apenas a observarlo a través de sus graciosos lentes de media luna, tuvo que ser él quien rompiese el silencio:
-Me han comentado que uno puede divertirse mucho con los cibersueños que su firma ofrece.
-Así es, señor... señor...
-Crownkyohnolev... Thomas Crownkyohnolev.
-Así es, señor Crownkyohnolev. Nuestros paquetes de cibersueños abarcan todo tipo de experiencias, incluso las llamadas “ancestrales”.
-¿Ancestrales?
-Sí. Aquellas que sólo nuestros progenitores y todos nuestros antepasados eran capaces de sentir antes del Día que la Muerte Murió.
Thomas se quedó pensando por un momento y después sonrió, ruborizado.
-¿Se refiere usted... a sexo y romance, tal como consta en uno de sus anuncios?
-Exactamente, señor Crownk... Bueno, le aseguro que valen la pena.
-¿Usted ya los ha probado?
-Sí, y para serle sincera, es uno de mis pasatiempos favoritos. La firma me concede ocho horas de sueños gratis por mes.
-Y bueno, hábleme sobre los paquetes anunciados el día domingo.
-Ah, sí. Se trata de las promociones de verano. A un precio medio de 500 jornadas usted podrá disfrutar de dos meses de sueño profundo con el programa de su elección.
-¿Y qué programas tienen ustedes, señorita Virna?
-Tenemos de todo -dijo entusiasmada-. Sería recomendable hacerle primero un análisis de sensibilidad neural para determinar los sectores de su cerebro que presentan mayor posibilidad de estimulación. Si el análisis muestra actividad alfa en el lóbulo frontal, lo más apropiado tal vez sea un paquete de aventuras; si parietal, entonces el paquete cultural puede ser el más indicado. Ya si su región límbica ofrece un buen número de sinapsis con actividad alfa, el paquete de sexo y romance sería mucho mejor...
-Bueno, señorita Virna, la verdad es que estoy interesado por este último. Mucha gente me lo ha comentado, me muero por saber de qué se trata. ¿Es posible hacer una prueba?
-Claro que sí, sólo que para ello pedimos una garantía de diez jornadas.
-¡Sin problemas!
-En ese caso, le voy a pedir que me acompañe hasta el laboratorio, señor... señor... ¿cómo me dijo que se llamaba?
-Thomas Crownkyohnolev.
Thomas siguió a la vendedora y, mientras caminaba por detrás, no pudo dejar de verle el trasero, que le pareció robusto y bien formado. Era la primera vez que reparaba en un par de nalgas femeninas tan visibles, esto gracias a la falda ligeramente ajustada que llevaba, moda nada usual entre las mujeres de la época. La verdad es que poco después del Día que la Muerte Murió, hombres y mujeres pasaron a vestirse de forma indistinta, variando apenas el color y el modelo, aunque este último siempre de acuerdo con la cultura de cada grupo de personas. Después de la prueba Thomas iría comprender el porqué de la extraña ropa.
Luego de entrar en un salón grande, iluminado apenas por una tenue luz azulada, Thomas vio decenas de cápsulas transparentes completamente llenas con un líquido anaranjado, en cuyo interior había hombres y mujeres aparentemente inconscientes. Sus cabezas llevaban puesto una especie de casco transparente de donde salían varios cables de colores y grosuras diferentes. Thomas reparó que los cuerpos se encontraban desnudos y que flotaban dentro del extraño líquido en posición fetal.
-Le voy a pedir que se desvista, señor. Usted tendrá que entrar en esta cámara de acrílico llena de hidrogel. Antes, empero, le voy a inyectar una droga relajante.
-¿No es muy honda esta tina? -reparó asustado-. ¿Si entro, no me voy a ahogar?
-No se preocupe -lo tranquilizó Virna-, el hidrogel posee 21% de oxígeno gaseoso. Podrá respirarlo sin ningún problema.
Thomas sintió cómo el fluido gelatinoso llenaba sus pulmones. Fue entonces advertido de que la prueba duraría entre veinte a treinta minutos. Poco a poco, mientras sentía un suave estopor, todo a su alrededor se fue quedando oscuro.
Cuando abrió los ojos percibió que estaba con solamente 16 años de edad y que se encontraba en la escuela, sentado en una carpeta apretada escuchando clases de química. La profesora era una mujer joven y alta, de cabellos castaños claros presos a un gancho de metal. Su rostro era fino y blanco, como sus manos, que parecían adornadas con graciosos dedos de cristal. Vestía una minifalda roja y una blusa violeta semitransparente, con los tres primeros ojales intencionalmente desabotonados. La luz de la mañana que entraba por una de las ventanas hacía con que transbordase lo que había por dentro de la delicada ropa que la profesora usaba. Al reconocer un par de formidables senos de puntas indiscretas, Thomas experimentó una erección espontánea. Era la primera vez que su pene subía a los cielos.
Esta escena luego dio lugar a otra, en que él y la profesora se encontraban completamente desnudos al frente de una pequeña mesa iluminada por velas y tiras de incienso perfumado. La profesora, sin mencionar una palabra, se puso de rodillas y cogió con las dos manos el falo de Thomas, que latía rítmica y espasmódicamente. Dirigiendo la mirada hacia arriba, la profesora introdujo en su boca el enrojecido apéndice viril. Thomas cerró los ojos y emitió un demorado gemido de placer.
Poco después, otra escena apareció. Esta vez ella se encontraba de cuatro, jadeando como una loba mientras Thomas la penetraba salvajemente. Así permanecieron algunos minutos hasta que una eyaculación inusualmente prolongada descargó chorros de semen dentro del cálido y húmedo vientre de la compañera sexual. Por fin, una nueva escena se formó en su mente: ambos ahora se encontraban recostados -esta vez con ropas- encima de la grama de un vasto campo de hiervas silvestres, cuyo fondo estaba aderezado por un cielo esplendorosamente estrellado. La bella profesora acariciaba sus cabellos y le mordisqueaba la oreja mientras susurraba palabras obscenas. Además de una nueva erección, Thomas pudo sentir que su corazón latía más fuerte, y que la joven que tenía al lado era alguien muy querida, muy deseada, muy amada... Sabía, no entendía cómo, que aquella bella y cariñosa mujer lo era todo para él. Thomas estaba enamorado.
A lo lejos, y por encima del verde horizonte de la pradera, Thomas vio que una moto se aproximaba a gran velocidad. Cuando llegó hasta donde ellos, el motociclista se sacó el casco: era Virna. Sin decir ni una palabra, sacó una cajita de su bolso y se la entregó a Thomas. Entonces él abrió el paquete y miró el interior: había una tarjeta de cartulina roja en cuya superficie, con letras amarillas, estaba escrito “Despierta”.
-¡Uau! ¿Qué fue eso? -exclamó Thomas, cuando despertó y sacó la cabeza del espeso líquido gelatinoso.
-Fue un cibersueño del tipo sexual y romántico -sonrió Virna, revelando una dentadura blanca y perfecta.
-¡Dios mío, no sé qué me pasó, pero creo que amo a la mujer que estaba en mis sueños! Lo curioso es que ni sé cómo se llamaba.
-No se entusiasme tanto, señor Crownkiny. Acuérdese que fue apenas un sueño. La droga que le inyecté al inicio tiene una sustancia que hará con que olvide que “ama” a aquella mujer. Hacemos esto para que nuestros clientes no pierdan la cabeza por una simple fantasía.
-Entiendo -dijo Thomas, en voz baja, sin dejar de reparar que Virna era realmente hermosa... y que tenía un cuerpo decididamente escultural.
-Y bueno, ¿qué le pareció la experiencia? ¿Aceptará pasar parte de sus vacaciones con nosotros?
-Parte, no... ¡todas las vacaciones! -respondió eufórico.
En casa Max le dijo, con todas las letras, que debía estar completamente loco. Un par de meses era lo ideal. Cuatro meses, hasta que era aceptable. Pero, ¡un año entero! Locura. Thomas, sin embargo, estaba entercado. ¿Qué problema había en aprovechar al máximo las vacaciones dentro de un cibersueño? Después de todo, las personas de hoy tenían una eternidad para experimentar toda suerte de experiencias, sean éstas reales o virtuales. Por su parte, Max había decidido invertir sus vacaciones en una expedición recreacional hacía el centro de la Tierra.
-Max, ¿por qué no me cuentas lo que soñaste en tus últimas vacaciones? -preguntó Thomas.
-Me la pasé escuchando conciertos -respondió.
-¡Qué aburrido!
-Ni tanto. Sucede que los conciertos estaban ambientados en el siglo XVII. Pude conocer “personalmente” a Bach, Mozart y otros más. Pero eso no es todo: en sueños conocí a Casanova, que me enseñó una serie de trucos para conquistar todo tipo de mujeres. Fue estupendo...

III

Durante un año entero, Thomas se la pasó sumergido dentro de una cápsula de hidrogel en una de las tantas sucursales de la Ensueños Inolvidables S.A. Había optado por un programa compuesto de sexo, romance y aventura.
Soñando, contrajo matrimonio con Rebeca, su amor platónico de la escuela secundaria. Tuvo con ella dos hijos varones y, con la amante esporádica, su ex-profesora de química -que se llamaba Doris-, una hija. Su “vida” consistía en trabajar cuatro días por semana como bioingeniero en una gran corporación internacional, para luego divertirse el resto del tiempo con ambas familias. Practicaba sexo, casi todos los días, con su otra amante, una compañera de trabajo que sufría de ninfomanía. Algunas veces era enviado, por razones de trabajo, a la selva amazónica; otras veces a las profundidades de las junglas africanas. En ciertas ocasiones tenía que luchar cuerpo a cuerpo con feroces caníbales y terribles fieras. Cuando la suerte se lo permitía, salvaba lindas mujeres de las oscuras y tenebrosas florestas. Ellas, perdidamente enamoradas, pasaban también a ser sus amantes. En sueños descubrió una técnica revolucionaria de recuperación genómica, capaz de reconstruir el genoma humano ancestral por entero. Este descubrimiento lo realizó justamente cuando el programa del cibersueño en el que se encontraba creó la hipotética situación en que la humanidad estaba al borde de la extinción, nada menos que por falta de variabilidad genética; con este gran logro se volvió el héroe de la humanidad. Vivía feliz y completamente realizado. Pero el sueño acabó.
Al despertar recibió una dosis extrafuerte de drogas especiales para desarraigarse de cualquier sentimiento que por ventura lo mantuviese unido al mundo virtual. Las drogas hicieron rápidamente su efecto y Thomas salió de ahí bastante satisfecho, prometiendo volver dentro de diez años más.
Siete años después de sus primeras vacaciones dentro de un cibersueño, una peste natural surgió en el Sistema Solar de forma rápida y espontánea. La peste dejó su marca en el corazón de Thomas al llevarse la vida de Max. El manto frío de la muerte se extendió de forma asustadora; muchas personas morían de un día para otro. La maciza mortandad que arrasaba la población implacablemente no era, definitivamente, el regreso de los genes de la muerte, extirpados del genoma humano en el Día que la Muerte Murió. Lo que realmente estaba eliminando a las personas era el terrible virus negro, llamado así porque quienes lo contraían desarrollaban, además de edemas agudos en la mayoría de los órganos, una intensa pigmentación oscura en la piel. En apenas ocho meses el virus logró diezmar cerca de 80% de los cuatro mil millones de habitantes del planeta. Los supervivientes, ochocientos millones, a pesar de asintomáticos, estaban infectados y sabían que en cualquier momento una de las nuevas mutaciones de este patógeno podía conducirlos a la muerte.
El virus negro rápidamente se tornó objeto de pánico debido a los millones de almas que solía llevarse en un abrir y cerrar de ojos. Su virulencia era tanta que antiguas enfermedades, tales como la gripe española y el SIDA, parecían simples resfriados. Resultado de una mutación imposible de ser imaginada, el virus del SPO (Síndrome de la Piel Oscura) tuvo su origen a partir del parvo virus felino, el cual sufrió una drástica modificación genética a causa de una hibridación cruzada con el virus del herpes humano y ciertos fragmentos nucleicos de la bacteria del carbunclo bovino, aquella que una vez fuera usada masivamente en actos terroristas durante el siglo XXI. La inclusión de partes del genoma bacteriano le dieron una característica que para la mayoría de los humanos habría de ser fatal: la reproducción fuera de un ambiente celular. Por medio de este mecanismo, los virus se reproducían por doquier y, a cada nueva generación, centenas de mutaciones afloraban espontáneamente. Cuando una vacuna era desarrollada para un serotipo específico de virus, muchas nuevas mutaciones surgían y acababan provocando numerosas muertes más.
Thomas era uno de los afortunados supervivientes. Cierta mañana, cuando se encontraba escribiendo una materia sobre los primordios de la biología molecular, él y los pocos colegas que todavía restaban en el DNA News recibieron, con alegre sorpresa, una invitación del Instituto de Genética Avanzada de Boston, Estados Unidos. La reunión en Boston, entre otras cosas, tenía por objetivo discutir la insólita teoría del biólogo australiano Arthur Eliot. La teoría en cuestión defendía que el hombre, al extirpar los genes responsables por la casi olvidada “muerte natural”, había roto lo que él llamaba de “Contrato Natural”. De hecho, desde 2150, año en que el ser humano pasó a morir apenas por accidentes o enfermedades infecciosas raras, la muerte provocada por la vejez y sus consabidas consecuencias pasaron a ser parte de la historia. Cuando Thomas cumplió siete años, en el verano de 2157, sus padres le hicieron saber que él y su hermano pertenecían a una nueva raza de hombres, hombres que, a diferencia de ellos, interrumpirían el envejecimiento corporal a la edad de 30 años y vivirían por tiempo indeterminado.
La “Terapia de Corrección Genética” se hizo parte de las políticas públicas de salud de todos los países del globo. En la memorable década del 2150, nada menos que 4 mil millones de niños (de cero a diez años) de todas las naciones del mundo y de las colonias lunares y marcianas, recibieron una vacuna con los llamados “genes inmortales”, que se encargaron de eliminar y sustituir del ADN los genes de la muerte, los cuales parecían “despertar” y volverse activos a partir de los treinta años de edad. Veinticinco años antes de esta fecha (toda una generación), el mundo decidió, durante el Forum Mundial sobre Ciencias de la Vida, de 2125, que todas las parejas que así lo quisieran podían programarse para tener hijos entre 2140 y 2160, a fin de inmortalizar la estirpe de sus familias. Considerando que en aquella época existían en la Tierra seis mil millones de hombres y seis mil millones de mujeres, no fue tan difícil juntar aproximadamente tres mil millones de parejas fértiles y perfectamente aptas para tener descendencia durante aquel histórico período. Fue acordado que cada nación, independiente de su población, podría “eternizar” el mayor número posible de niños, a excepción de países como China e India, que por razones obvias tuvieron que aceptar un número preestablecido por el resto del mundo.
Pocos años después de haberse extirpado los genes de la muerte, fue constatado que, al llegar a la adolescencia, los inmortales no desarrollaban caracteres sexuales secundarios. Los científicos concluyeron: ya que la muerte no existía, la perpetuación de la especie, por medio de la reproducción sexual, no era más necesaria. Fue concluido también que los genes de la muerte tenían una estrecha relación con el sexo, posiblemente a través de la pleiotropía, fenómeno poco comprendido en aquella época. Frente a la posibilidad de crear una humanidad, digamos, asexuada, el mundo decidió que los inmortales deberían desarrollar los caracteres sexuales secundarios y disfrutar de los placeres del sexo, a ejemplo de sus padres mortales. Lo máximo que la ingeniería genética consiguió, sin embargo, fue la caracterización del género masculino y femenino, pero jamás se logró encontrar la forma de despertar la atracción entre sexos opuestos. Fue el precio que los inmortales pagaron a cambio de la vida eterna.

IV

La conferencia de Eliot duró aproximadamente tres horas. Al finalizar, los pocos presentes que restaban se retiraron melancólicamente del auditorio. Thomas se quedó observando como Eliot recogía sus anotaciones y apagaba la pequeña lámpara de la mesita que le sirviera de apoyo durante la charla.
Con la impaciencia de los científicos poco acostumbrados al escepticismo de un público demasiado erudito, Eliot exclamó en voz alta: -¡qué sarta de insensatos!
-Pienso lo mismo -bostezó Thomas, desde la solitaria penumbra de una hilera de butacas forradas con terciopelo azul.
-¿Con quién tengo el gusto? -preguntó Eliot, dirigiendo una lánguida mirada hacia la platea.
-Me llamo Thomas Crownkyohnolev, doctor Eliot. Vengo de Londres y trabajo en el...
-¿Puedo preguntarle por qué se ha quedado hasta el final de mi conferencia? ¾interrumpió.
-La verdad es que no presté mucha atención en sus palabras, doctor.
-Bueno, para variar, es siempre así. Entonces, ¿qué lo detuvo, acaso estaba durmiendo?
-Soñando, para ser exacto, pero despierto, claro.
-Hum.
-Una de las partes de su teoría me hizo recordar un cibersueño que tuve hace algunos años.
-¿Ah, sí?
-Sí. Fíjese que, casualmente, en este sueño llegué a recuperar la secuencia original de los genes del cromosoma cuatro.
-Entiendo -dijo Eliot, pero sin mucha convicción, en parte porque todo el mundo sabía que la secuencia original se había perdido, y en parte porque se encontraba algo molesto con la fría e incrédula acogida que su teoría había tenido.
-Yo también creo que un contrato ha sido quebrado con la naturaleza. Creo también que estamos irremediablemente destinados a la extinción, a no ser que recuperemos los genes perdidos.
-Vaya novedad, señor... señor... ¿cómo dijo que se llamaba?
-Thomas Crownkyohnolev.
-Ah, sí, ¿de Londres, verdad?
Thomas asintió con la cabeza.
-Qué le parece, señor Crownkynolini, si lo invito a almorzar y así aprovechamos para que me cuente algo más sobre su sueño.
-Muy amable, doctor. Nada me daría más placer.
Eliot llevaba los pantalones sostenidos por tirantes de color anaranjado chillón. La basta le quedaba corta y se le notaban los calcetines oscuros a rayas. Al sentarse a la mesa, cogió la servilleta de paño y, para espanto de Thomas, se sonó la nariz a todo volumen. Luego amarró la servilleta en el primer ojal de la camisa sin planchar que vestía.
-Así que en usted logró, al menos en sueños, reconstruir toda la secuencia del cromosoma cuatro -comentó Eliot, al mismo tiempo en que devoraba una indefensa mazorca de maíz cocido-. Para haber soñado eso usted debe tener muy buena memoria y excelentes conocimientos de genética molecular.
-Hace más de cien años que me dedico a la biología molecular. Sin embargo, tengo que ganarme la vida como periodista en el DNA News...
-¿Y se puede saber cómo logró reconstruir las secuencias faltantes del cromosoma cuatro? -preguntó Eliot, algo impaciente.
-Ya hace varios años de eso. Lo poco que recuerdo es que cloné la secuencia 384870 del gen FLJ25193 del cromosoma catorce y la introduje al cromosoma cuatro.
-¿Cromosoma catorce? -dijo Eliot, dándole unos minutos más de vida a la mazorca que tenía entre los dientes.
-Exacto.
-¿Por qué justamente del cromosoma catorce?
-No lo recuerdo muy bien, pero creo que fue porque descubrí que los genes de la longevidad del cromosoma cuatro eran pleiotrópicos, y que tenían una relación directa con este alelo del cromosoma catorce.
-Entiendo -dijo Eliot, no pudiendo disimular que comenzaba a interesarle el sueño de Thomas.
-Al dejar activa esta secuencia en el cromosoma cuatro -prosiguió-, pude observar que en el sector AC112657.2 del cromosoma equis, y en sector AC010682.2 del cromosoma ye, se volvían activos los genes AMELX y LOC84664, respectivamente, los cuales, tal como ciertos estudios parecen sugerir, eran los responsables por el apetito sexual en hombres y mujeres. Lo curioso es que ambos genes también resultaron ser pleiotrópicos.
-No me diga.
-Sí. Y fíjese que estos eran responsables por la producción de una proteína que activaba los genes FLJ25193 y CPSF2 del cromosoma cuatro, los cuales, al parecer, tenían algo a ver con las secuencias 26279391, 26279631 y 26280051, responsables por el ensamblaje de la enzima que activa los genes de la muerte.
-¿Y? -preguntó Eliot, como esperando que le dijeran que había ganado la lotería.
-Y eso es todo, doctor. El resto lo he olvidado por completo.
-¡Hombre! ¿No se da cuenta de que lo que me acaba de decir puede ser la salvación de la especie humana?
-¡Cómo! Pero, si fue apenas un sueño.
-Sueño o no, usted acaba de relatarme un proceso de reconstrucción genética jamás imaginado por ningún ingeniero molecular.
-¿De veras?
El entusiasmo hizo con que Eliot se atorara con un grano de maíz. Para no ahogarse, tosió con tanta fuerza que todos los presentes se voltearon a mirarlo. Thomas, que era tímido, quería volverse invisible en ese momento. Una vez recuperado, Eliot cogió la botella de agua mineral y, de un solo sorbo, se tomó la mitad del contenido.
-¿Qué le parece si reproducimos su experiencia en otro cibersueño? -atinó a decir Eliot, ya más recompuesto.
-Bueno, por mí no hay ningún problema ¾sonrió Thomas.
-Podemos utilizar la técnica del tercer cerebro para que yo también pueda participar de su investigación virtual.
-Bueno, si usted paga ¿por qué no?
Thomas y Eliot se dirigieron a una sucursal de la Ensueños Inolvidables S.A. que había en el centro de Boston. Los últimos adelantos en cibersomniología hacían posible con que dos o más personas pudiesen compartir el mismo sueño transfiriendo sus actividades cerebrales para un tercer cerebro, que se encontraba alojado en el cuerpo de un ser vegetal, especialmente creado para ese fin.
De acuerdo con las instrucciones de Eliot, él y Thomas deberían encontrarse en un sueño que se pareciese lo máximo posible al ambiente y a la situación en que ambos se habían conocido. A diferencia de la realidad, en que ni el uno ni el otro sabían a ciencia cierta cómo reconstruir los fragmentos perdidos del cromosoma cuatro, Thomas reviviría la fantasía en que era el héroe de la humanidad y que conocía, de hecho, la forma de recuperar el genoma humano ancestral. Ya Eliot sería un periodista científico que había logrado convencer a Thomas para que le diese una entrevista.
-¡Qué sarta de insensatos! -rezongó Thomas al terminar la conferencia en que daba a conocer su teoría sobre el “Contrato Natural” -. ¿Así es como me pagan, después de haber salvado la humanidad de la extinción?
-Pienso lo mismo -dijo Eliot, desde el vacío auditorio del hotel Hilton.
-¿Con quién tengo el gusto? -preguntó Thomas, sin reconocer ni el rostro ni la voz de su interlocutor.
-Me llamo Arthur Eliot, doctor Crownky..., Crownskeno...
-Crownkyohnolev.
-Sí, eso mismo, es que su nombre me es medio difícil. Bueno, he venido de Londres y trabajo en el...
-¿Puedo preguntarle por qué se ha quedado hasta el final de mi conferencia? ¾interrumpió.
-¿No se acuerda que por holófono quedamos en que me concedería una entrevista después de su conferencia?
-Ah, sí, ahora me acuerdo.
-Yo también creo que un contrato llegó a ser quebrado con la naturaleza -añadió Eliot-, y que este atrevimiento nos puso al borde de la extinción. Si no fuese por su notable trabajo de recuperación del genoma ancestral, probablemente estaríamos muertos ahora.
-Lo curioso es que toda la comunidad científica parece pensar lo contrario, señor... señor... ¿cómo dijo que se llamaba?
-Arthur Eliot.
-Ah sí, ¿de Londres, verdad?
Eliot asintió con la cabeza.
-Qué le parece, señor Eliot, si lo invito a almorzar y así aprovechamos para gravar la entrevista...
-Muy amable, doctor Crowkylolev, digo, Crownkyohnolev. Nada me daría más placer.
Thomas y Eliot llegaron a un restaurante japonés situado en las afueras de Boston. Por donde pasaba, Thomas era holografiado y asediado para dar autógrafos, sobretodo por bellas y jóvenes damas que parecían irremediablemente atraídas por el brillo de su fama.
-Así que usted es reportero del DNA News ¾comentó Thomas, deleitándose con un bocado de sushi-. Para que lo hayan enviado a que me haga una entrevista usted debe tener excelentes conocimientos de genética molecular.
-Hace más de cien años que me dedico al periodismo científico. Sin embargo, mi verdadera afición es la biología molecular.
-Bueno, ¿y que quiere saber de mí?
-Todo, pero principalmente cómo logró reconstruir las secuencias faltantes del cromosoma cuatro -respondió Eliot.
-Muy simple, hombre: después de clonar la secuencia 384870 del cromosoma catorce, la implanté y la dejé activa en el cromosoma cuatro. Pude observar, entonces, que en el sector AC112657.2 del cromosoma equis, y también en el sector AC010682.2 del cromosoma ye, se volvían activos los genes AMELX y LOC84664, respectivamente. Lo curioso es que ambos genes resultaron ser pleiotrópicos, pues eran responsables por la producción de una proteína que activaba los genes FLJ25193 y CPSF2 del cromosoma cuatro, los cuales estaban directamente relacionados con las secuencias 26279391, 26279631 y 26280051, responsables por el ensamblaje de la enzima que activaba los genes de la muerte.
-¿Y? -balbució Eliot, completamente apoderado por la ansiedad.
-Lo noto alterado, señor Eliot, ¿está usted bien?
-Estoy bien, doctor, lo que pasa es que sus palabras me han emocionado profundamente. No todos los días a uno le toca entrevistar alguien tan importante como usted, sobretodo alguien responsable por la salvación de la especie humana.
-Bueno, hombre, pero si no es para tanto.
-¿Podríamos continuar con su relato, doctor Crownkiño? -solicitó Eliot, haciendo un esfuerzo sobrenatural para no estallar de emoción.
-Claro. ¿Dónde estábamos?
-En que los genes FLJ25193 y CPSF2 del cromosoma cuatro tenían algo a ver con la enzima que activa los genes de la muerte.
-Exacto. Sucede que los genes de la muerte se encargaban también de ensamblar la proteína AVBG67679, la cual, por extraño que parezca, activaba los iniciadores de la polimerasa XY78, responsable por la síntesis del fragmento CTCCTCTCCC, el cual tiene por objeto codificar otro iniciador, esta vez el del gen que estimula la actividad de los cromosomas sexuales masculino y femenino. Como usted ve, todo esto parece una tremenda ensalada de verduras...
-¡Ahora entiendo! -gritó Eliot, fijando la mirada en el vacío, como si estuviese viendo todo el desenlace de la revelación que Thomas le acabara de hacer-. Es imperativo que pruebe esta hipótesis en el laboratorio.
-¿De qué habla? El procedimiento de reconstrucción genómica ya fue probado, y con excelentes resultados por cierto -exclamó Thomas.
-Discúlpeme, doctor Crownikín, me refería a la otra realidad.
-¿Qué realidad?
-Olvídelo, doctor.

V

Antes de someterse al cibersueño, Eliot había dado órdenes estrictas para que lo despertaran antes de que Thomas. De vuelta al mundo real, pidió que las sinapsis de su compañero fuesen devueltas al cerebro original y que lo dejasen soñar por un par de meses más. Transcurrido ese tiempo, los técnicos de la Ensueños Inolvidables S.A. recibieron un pago extra para borrar de la memoria de Thomas todos los recuerdos sobre el sueño que tuvo hace varios años, y también todo lo que hizo y conversó con Eliot durante su estadía en Boston.
Tres años después, Arthur Eliot se dirigía con una gran escolta hacia el edificio de las Naciones Unidas, en Washington. Más de cien mandatarios de todo el mundo habían acudido para entregarle, ese día, el premio “Héroe de la Humanidad”, por la increíble proeza de haber reconstruido el genoma humano ancestral, que hizo nuevamente posible la reproducción sexual y, así, el aumento y expansión de la variabilidad genética de la especie. Los sobrevivientes de la peste negra habían logrado pasar a su descendencia los genes de resistencia a tan terrible patógeno. Los bebés ya nacían con inmunidad natural y la población del planeta comenzaba a dar señales de crecimiento, lo cual llenaba de esperanzas al mundo entero.
-Es para mí una gran honra recibir este importante premio -dijo Eliot, firme y de frente al numeroso público-. Imposible no dedicar esta victoria a la ciencia y a todos aquellos que no consiguieron sobrevivir a la arrogante miopía de nuestros padres. Ojalá que la historia saque provecho de estas páginas negras y haga lo posible para que la generación que está llegando no cometa los mismos errores del pasado.
El discurso de Eliot fue interrumpido momentáneamente por un estruendo de aplausos demorados. Todos los presentes estaban de pie. Las luces de las cámaras holográficas no paraban de pestañar.
-Antes del Día que la Muerte Murió -continuó-, varias hipótesis intentaron explicar el porqué de la muerte del hombre y de los seres vivos en general. Desgaste de tejidos y órganos, velocidad e intensidad metabólica, radicales libres, acumulación de desechos, descontrol del sistema inmunitario, errores genéticos, mutaciones desfavorables, antagonismo pleiotrópico y otros más, fueron las explicaciones más plausibles. La muerte era encarada como algo absolutamente natural, así como la extinción de las especies. Tanto muerte como extinción encajaban perfectamente en el rompecabezas de la evolución. Como dijera el legendario August Weismann, con relación a esto: “La existencia ilimitada de los individuos sería un lujo sin el correspondiente beneficio evolutivo.”
Un nuevo estruendo de aplausos se dejó sentir en el recinto. Otra lluvia de luces hizo brillar la escuálida figura de Eliot, que permanecía callado, ahogado en su propia vanidad.
-Algunas hipótesis que explicaban la muerte de los hombres resultaron ser verdaderas, otras no. Las verdaderas tuvieron que ser amenizadas y hasta eliminadas por medio de la Ingeniería Genética, como fue el caso, por ejemplo, de los radicales libres y el desgaste de los tejidos...
Más aplausos y más holografías.
-La inmortalidad fue un lindo sueño, que permaneció hermoso mientras duró. La ilusión de la inmortalidad dio lugar a la pesadilla de la extinción. Nunca en la historia de la humanidad estuvimos tan cerca de la muerte definitiva. Doy gracias a Dios por habernos despertado a la realidad y le pido perdón a la naturaleza por haber roto el contrato que la vida firmó con ella hace millones de años: aquel contrato que dice que, para vivir, hay que morir...
Al cabo de tres horas de discurso, Eliot recibió los aplausos, ya cansados, de todos los que acudieron a la trascendental ceremonia. Las capitales y principales ciudades de todos los países del mundo se regocijaban en medio de grandes fiestas y espectáculos pirotécnicos. Todo el planeta desbordaba de felicidad, no sólo por saber que el fantasma de la extinción se había marchado, sino también por la alegría que el sexo, la paternidad y la nueva generación de niños traían consigo. Los adultos tricentenarios se dejaban contagiar por la inocente alegría de una niñez pujante y venturosa.
Mientras metía sus papeles en el maletín de cuero teñido de verde limón, Eliot dirigió la mirada hacia una voz, que a lo lejos lo llamaba con insistencia: era Thomas, que le imploraba para que le concediese una entrevista. Eliot hizo un ademán para que los guardias lo dejaran llegar hasta él y, como si no supiese de nada, preguntó:
-¿Con quien tengo el gusto?
-Me llamo Thomas Crownkyohnolev, doctor Eliot. He venido de Londres para cubrir este importantísimo evento. No sé cómo agradecerle que me haya hecho caso, espero no tomar mucho de su valioso tiempo.
-Oiga, estoy con hambre. ¿Que le parece si me acompaña hasta el salón de fiestas y charlamos un poco?
-Pero, ¿no estoy siendo inoportuno? Fíjese en la cantidad de mandatarios que están a su espera para felicitarlo ¾observó Thomas, todavía incrédulo.
-No se preocupe con ellos, señor Crowcodrilo. La verdad es que ya estoy cansado de hablar con todo tipo de mandatarios y monarcas. Ahora quiero dedicar un tiempo a la prensa especializada.
-Bueno, doctor, como quiera. Para mí será una gran honra.
-Le aseguro que para mí también, señor Crownkyn..., Cronylov..., ¿cómo me dijo que se llamaba?
-Crownkyohnolev, doctor. Thomas Crownkyohnolev.
-Sí, sí, eso mismo. Vamos a comer antes que la comida se acabe.


FIN