I
Cuando el doctor Peter Wallace me dijo que pretendía traer su agonizante hermana al laboratorio para que, entre decenas de aparatos y cables de alta tensión pudiese dar su último suspiro, llegué a pensar que el exceso de trabajo y la penosa enfermedad de la señorita Daisy lo habían trastornado sobremanera. Poco después, sin embargo, entendí que tal descabellada idea era, la verdad, un intento desesperado para salvar el alma de esta pobre mujer. Al menos esto fue lo que entendí cuando escuché de Peter sus convincentes explicaciones y lo vi como realizaba, con la más absoluta precisión, todos los preparativos para hacer funcionar el inversor de polaridad del enorme electroimán de emisión circular que teníamos en el Instituto de Investigaciones de Partículas Subatómicas (INIPAS). El instituto donde me encontraba trabajando como asistente del doctor Wallace ya parecía una tumba. Las ráfagas de viento helado, provenientes del Mar de Irlanda, dejaban las paredes externas del edificio como si fuesen frías lápidas de un cementerio celta. El lugar estaba prácticamente desierto pues el equipo de físicos que hasta dos meses atrás trabajaba con nosotros, había sido despedido por falta de presupuesto. Ubicado al sur de la ciudad de Castletown, en la isla de Man, posesión de la corona británica, nuestro instituto muy pronto iría ganar notoriedad mundial gracias al bizarro descubrimiento realizado hace poco tiempo en su interior.
Cierta noche, mientras me encontraba analizando un engorroso conjunto de datos espectrales, el doctor Wallace llegó con su desfallecida hermana en brazos. Al verlo, me apresuré para ayudarlo a cargar el debilitado cuerpo de la señorita Daisy. Con una euforia casi enfermiza, mi ex-profesor y ahora jefe, me pidió que la dejásemos en el interior del electroimán. Con lágrimas cayendo de sus mejillas, Peter besó tiernamente la frente pálida de su hermana y le susurró algunas palabras en el oído, como si estuviese convencido que ella, a pesar del profundo estado de coma, pudiese escucharlo.
La señorita Daisy siempre fue una entusiasta colaboradora de las investigaciones de su joven hermano; cuando no era con grandes sumas de dinero, su ayuda llegaba bajo la forma de palabras de aliento, para que este no desmayase en la ardua investigación que había decidido emprender prácticamente solo. La señorita Daisy, solterona y quince años mayor que Peter, crió su único hermano desde que sus padres sucumbieron a la misma enfermedad que ahora le quitaba la vida. Con la nada pequeña herencia familiar, la señorita Daisy siempre se preocupó en darle lo mejor, desde todo tipo de comodidades mundanas hasta los mejores estudios en las principales escuelas y universidades de Inglaterra. Cuando la esclerosis múltiple la confinó a una cama de hospital, en la que quedó postrada en estado vegetativo, quien pasó a administrar los bienes de la familia fue el ya muy atareado y preocupado doctor Wallace.
Científico genial, con diploma de post-doctorado en Física Quántica por la Universidad de Cambridge, Wallace era distraído para las cosas del mundo pero concentrado para los misterios de la ciencia que, obcecadamente, trataba de desvendar. Esta característica hizo que fracasase en dos matrimonios; aunque las malas lenguas decían que quien estaba por detrás de éstos fracasos era la posesiva señorita Daisy. Mi admiración por él comenzó temprano, cuando yo era apenas aspirante al título de doctor en Mecánica Cuántica en Cambridge. Conocí Wallace durante la disciplina de Física de Partículas Elementales, que él dictaba de forma magistral y de la cual muchos de mis compañeros corrían, tal vez por lo difícil o por la severidad con que Peter corregía los exámenes. Nuestra afinidad de pensamientos luego se transformó en confianza y después en amistad. Esta proximidad había hecho con que me invitase para trabajar en el instituto de investigación que él, junto con la señorita Daisy, acababan de fundar en Castletown.
El doctor Wallace pertenecía a ese tipo de personas que se anticipan instintivamente a los eventos con precisión matemática. Ese instinto le había hecho saber que muy pronto el corazón de la pobre señorita Daisy dejaría de funcionar. Por esta razón, la noche de aquel viernes me pidió que lo esperara en el instituto. Antes de llegar me había telefoneado y pedido que despachara todos los trabajadores, incluso el guardián nocturno; así siendo, apenas él y yo nos quedamos casi toda la noche observando el aparato que acusaba los latidos del corazón de la moribunda. Cuando la alarma del aparato sonó, avisando que la señorita Daisy acababa de morir, el doctor Wallace pronunció unas palabras que, por el tono de desesperación, hasta ahora retumban en mi mente: Richard, por el amor de Dios, cuando cuente hasta tres aprieta el interruptor de energía... Dicho esto, el enorme electroimán comenzó a funcionar en medio de un ruido ensordecedor. Cuando por sus conductos de cerámica fría pasaban millones de voltios, el olor de aire quemado se dejaba sentir por todo el recinto. A los veinte segundos de haber encendido todos los sensores, podía verse en las pantallas de los computadores cómo el interior del poderosísimo campo electromagnético, generado por este colosal aparato, se llenaba con un enjambre de partículas subatómicas llamadas fanthons, una de las más pequeñas hasta ahora descubiertas en el Universo. Hace poco tiempo, en California, un equipo de físicos del Centro del Acelerador Linear de Stanford (SLAC, EUA) descubrió, mientras trabajaba en un experimento de aniquilación de materia, la existencia de estas entidades inconcebiblemente diminutas. Este mismo equipo había demostrado en años anteriores que era posible la creación de materia a partir de la radiación, es decir, exactamente lo inverso que resulta del encuentro de partículas con antipartículas.
Medio año antes de la muerte de la señorita Daisy, exactamente en abril de 2010, cuando nos encontrábamos trabajando en la inversión inducida de la polaridad de nuestro entonces recién llegado electroimán, un incauto estudiante de post-grado de la Universidad de Oxford tropezó en uno de los balcones de observación y, desafortunadamente, fue a parar justo en el centro del campo electromagnético. Fue una verdadera tragedia. El doctor Wallace, que era director del instituto, tuvo que soportar una larga y fastidiosa investigación policial para deslindar responsabilidades. El episodio solo no fue más amargo gracias a que este inesperado infortunio mostró una fuente insospechada de fanthons: el cuerpo humano. Por alguna razón que hasta entonces desconocíamos, la muerte del estudiante tenía una relación indiscutiblemente estrecha con el surgimiento de trillones de fanthons. Nos percatamos de eso debido a que todos los sensores habían estado barriendo el interior del campo magnético en el momento del accidente. La lectura de los registros colocó en evidencia que, mientras el electroimán funcionaba a toda potencia, una infinidad de fanthons llegó a ser confinada en su centro magnetizado. A diferencia de lo que había sido observado en Stanford, las partículas que habían quedado atrapadas en nuestro electroimán tenían carga positiva, y no neutra, como se había pensado inicialmente.
Yo me resistí a creerlo, pero cuando el doctor Wallace me expuso su teoría, no tuve mas remedio que concordar con tan increíble descubrimiento. Según lo que logré entender, toda vez que un ser vivo muere, ocurre una liberación espontánea de fanthons, algo así como el humo que se forma cuando se quema un pedazo de leña. La pregunta que nos quedó atracada en la garganta, y que demoramos en soltarla, fue: ¿esta masa de partículas elementales es la esencia de lo que llamamos vida?
II
Nada contento con simples conjeturas, el incansable doctor Wallace tomó la decisión de someter a prueba su extraña teoría. Cierta mañana en que el electroimán se encontraba funcionando, Wallace apareció cargando un perro y, sin más ni más, arrojó el asustado animal para dentro del campo electromagnético. Como era de esperarse, el perro pasó a mejor vida en el acto, lo que no esperábamos era la ausencia de fanthons en el interior del campo. Estas pruebas se repitieron varias veces con los más diversos tipos de animales y plantas, pero sin ningún tipo de resultado. Wallace conjeturó entonces que, tal vez, la fuente de fanthos estuviese restringida apenas al cuerpo humano. A partir de ahí, varios cadáveres no identificados, donados por la morgue de la ciudad, fueron arrojados al campo electromagnético pero, invariablemente, sin ningún resultado aparente. Estos fracasos fueron suficientes para convencer Peter que, para tener éxito, el experimento debería reproducir exactamente todas las circunstancias que rodearon la muerte del estudiante de Oxford. Esto implicaba, aunque me resulte difícil decirlo, una cobaya humana viva.
Cuando Peter se enteró que en Uganda un hombre había sido condenado a muerte por tráfico de drogas y armas, sin pérdida de tiempo tomó un avión hasta Kampala para negociar que la ejecución fuese realizada en la isla de Man. Nunca me atreví a preguntarle cómo hizo para que las autoridades ugandesas aceptasen que la ejecución se llevase a cabo, bajo el más absoluto sigilo, en el INIPAS. Seguramente el soborno de algunas autoridades de gobierno había hecho con que esta descabellada idea se volviese realidad. La muerte del condenado había sido programada para las cuatro de la madrugada de una fría noche de otoño. Hasta entonces, yo no había tenido la tan mala suerte de presenciar la ejecución de un ser humano; tampoco había tenido la oportunidad de ponerme a pensar acerca de las cosas que algunos científicos son capaces de hacer en nombre de la ciencia.
El condenado ugandés llevaba un uniforme de color plomo oscuro y su rostro reflejaba un semblante de pánico puro. Rápidamente, dos soldados ataviados con uniformes verdes arrastraron el pobre hombre hasta el centro del electroimán. Acto seguido, un tercer militar, al parecer un oficial de alto rango, sacó su revolver y liquidó su víctima con un tiro en la nuca. Lógicamente, me fui en vómitos al ver tan horripilante escena. Aunque la verdad es que ni tiempo tuve de vomitar todo el repudio que sentía por ese acto de barbarie debido a que Peter, desde la cabina de control, me gritaba frenéticamente que activase todos los equipos: rápido Richard, antes que los fanthons se disipen —me dijo—. Cuando el electroimán formó el campo magnético y, a medida que el cuerpo del ugandés se quemaba, una nube de partículas elementales comenzó a aparecer en las computadoras. Según nuestros sensores, los fanthons habían quedado acorralados en el campo con carga negativa, tal cual frágiles pájaros dentro de una apretada jaula de metal. Los soldados ugandeses, sin preocuparse en saber lo que estaba pasando, se llevaron lo que restó del ejecutado una vez terminado el experimento. Desde entonces, Peter comenzó a trabajar incansablemente en su nueva teoría. Quería recolectar más datos antes de dar a conocer este fantástico, y a la vez macabro, descubrimiento. Su rutina diaria consistía en ir por la mañana a visitar su hermana en el hospital, para luego venir al instituto y trabajar sin descanso. Cuando la fatiga lo dominaba, se quedaba durmiendo sentado, ahí mismo en su silla, frente al computador. Dos meses después del experimento con el ugandés, nos enteramos que, en Texas, Estados Unidos, un asesino en serie estaba para ser ejecutado con una inyección letal. Nuevamente, sin pensarlo mucho, Peter hizo las maletas y me pidió esta vez que lo acompañase.
Según me enteré más tarde, Sullivan, el condenado a muerte, aceptó de buena gana participar de la experiencia que el doctor Wallace le había propuesto. Tras obtener un compromiso escrito y firmado por el abogado del reo, volamos hasta Stanford para encontrarnos con Charles W. Keith, antiguo colega de Peter, a quien se le comunicó, en carácter de primicia, el trascendental descubrimiento. El doctor Keith era un físico teórico impetuoso, casi fanático. Su pasión eran los sincrotones, con uno de los cuales había sido posible observar una única vez, y por apenas 10-5 segundos, el extraño y escurridizo fanthon. Keith defendía la tesis que el fanthon derivaba de la materia oscura del Universo, compuesta por neutrinos, una especie de leptón sin carga y con una masa de tan solo 10-36 gramos. La verdad es que solo vivía hablando de los neutrinos. Nos contó repetidas veces, con indescriptible pasión, cómo estas partículas elementales podían ser encontraban en todos los rincones del Universo. Según él, el vacío no existía, pues era posible encontrar hasta 115 neutrinos por centímetro de espacio. Lo interesante de estas partículas, nos dijo, es que constantemente están atravesando nuestros cuerpos, los objetos que nos rodean y hasta el planeta entero, sin nunca chocarse con ninguno de sus átomos. Son tan escurridizos que era probable que los neutrinos atravesasen limpiamente una pared de plomo con un grosor de varios años luz sin nunca chocarse con nada. Las especulaciones de Peter le resultaban sumamente atractivas, sobretodo porque sugerían que el fanthon podía ser, de hecho, una especie de neutrino, solo que con carga positiva. Lo interesante de esta partícula es que, a diferencia de las partículas subatómicas conocidas, que solo pueden ser observadas cuando se encuentran a la velocidad de la luz y por períodos de tiempo ínfimos, los fanthons sí eran relativamente estables y, por increíble que parezca, sí podían ser confinados en campos electromagnéticos.
Tanto el doctor Keith como yo éramos lo suficientemente inteligentes y estudiados para creer que la teoría de Wallace tenía fundamento. Sin embargo, mi inteligencia no se igualaba a la de ellos dos; esto lo supe cuando descubrí cómo me aburrían las largas discusiones que ambos entablaban a respecto del Modelo Estándar, el cual postulaba que la materia estaba compuesta por seis tipos de quarks, seis tipos de leptones y cuatro tipos de fuerzas, sin considerar, lógicamente, la gravitacional. Las discusiones se acaloraban cuando se intentaba encontrar un lugar para el fanthon en este enmarañado de partículas y fuerzas elementales, ¿sería éste en realidad un neutrino? En caso afirmativo, ¿cómo explicar pues la existencia de carga positiva? ¿Sería el fanthon el primer paso a ser dado para la formulación de la utópica Teoría Unificada, tan desesperadamente anhelada por los físicos de hoy? Así, durante largas horas, las preguntas se iban acumulando solitarias, sin ninguna respuesta, al menos hipotética, que les pudiese hacer compañía. La pregunta crucial, empero, era mucho mayor que todas las otras: ¿ya que apenas era posible detectarlos a partir de cuerpos humanos vivos, los fanthons representaban la esencia de aquello que llamamos alma?
III
El doctor Keith tenía excelentes relaciones con las autoridades tejanas, pues su esposa era prima del gobernador de aquel estado. Esto fue determinante a la hora de convencer al alcaide de la prisión de Huntsville, Ted Williams, que nos dejase instalar discretas cámaras de muones en la sala de ejecución, a fin de inferir indirectamente, por medio de la pérdida de energía, la presencia de fanthons. Las influencias políticas de Keith hicieron posible también que presenciásemos el ajusticiamiento desde un cuarto contiguo, que se encontraba lleno de computadores y aparatos de alta sensibilidad, todos traídos del SLAC. Esta fue mi segunda ejecución y, al parecer, mi estómago se encontraba un poco más templado, pues solo logré vomitar tres veces. Lo cierto es que no existe nada más horrible de ver que el rostro de una persona condenada a muerte durante sus últimos minutos de vida. Por más mala, por más hediondo que haya sido el crimen, por más “desalmada” la conducta de una persona, nada podía justificar, pensaba yo, la ley del “ojo por ojo, diente por diente”. Sobretodo ahora, que supuestamente nos encontrábamos cerca de demostrar la existencia del alma...
Nuevamente en Stanford, el análisis de las impresiones dejadas por las partículas en las cámaras de muones arrojaron nueva luz sobre la naturaleza de los fanthons. Por medio de un supercomputador fue posible determinar que estas partículas median apenas 10-23 metros y que, sorprendentemente, su masa era algo menor que la del neutrino. No restaba pues ninguna duda que el cuerpo humano vivo —y no muerto— era una fuente sorprendentemente abundante de fanthons. Pero Wallace no estaba contento; él quería ir más a fondo en el estudio de estas insólitas partículas.
El siguiente pasó que dio fue convencer Keith que usara nuevamente sus influencias en Texas para, esta vez, instalar en Huntsville un electroimán de emisión circular de bajo voltaje, pues una nueva ejecución estaba programada para dentro de tres semanas. Peter, Keith y yo trabajamos a tiempo completo en esta empresa. El electroimán de bajo voltaje exigía equipos de última generación y, por lo tanto, extremamente complicados como para ser montados sin la más detenida atención.
Sin darnos cuenta, el día de la ejecución ya había llegado. Ahora, un hombre negro, de unos treinta años, iba a ser muerto con una inyección letal. A pesar que este hombre alegaba, a los gritos, que era inocente, la ejecución fue rigurosamente cumplida en el día y la hora previamente establecidos. El electroimán funcionó a la perfección, aunque, para nuestra sorpresa, ninguna nube de fanthons llegó a ser confinada. Lógicamente, como buenos científicos que Wallace y Keith eran, todos los cálculos fueron revistos, los equipos probados una y otra vez, sin descanso, hasta la próxima ejecución.
La tercera víctima era un hombre de mediana edad, asesino confeso de tres jovencitas que fueron estupradas y degolladas por él hace cinco años. Esta vez, tal como se esperaba, una pequeña nube de fanthons logró ser confinada en el campo electromagnético luego que el reo dejó de respirar. Nuestros sensores grabaron millares de datos y las computadoras nos dejaron visualizar un colorido enjambre de partículas cargadas positivamente. Satisfechos con esta experiencia, volvimos a Stanford para analizar con más atención los nuevos registros. Lo curioso fue que, hasta el momento, no habíamos encontrado una buena razón que explicase el fracaso del experimento con el hombre que alegaba inocencia. Considerando que la última experiencia había sido realizada bajo las mismas condiciones que la anterior, fue posible inferir que la única variable que todavía se encontraba suelta eran los propios fanthons, ya que todavía muy poco sabíamos sobre ellos. La única hipótesis plausible que podía explicar el fracaso de una de las experiencias era la existencia de fanthons con carga negativa, hecho que explicaría por qué el campo magnético, también com carga negativa, no había logrado atrapar estas partículas.
No sé bien quien de ellos fue; de lo que sí estoy seguro es que no fui yo quien arrojó esta formidable idea: ya que supuestamente se trataba del alma, y debido que existen almas buenas y malas, conforme nos lo dicen todas las religiones del mundo, la carga podría variar conforme el tipo de vida que cada quién llevase hasta el momento de su muerte. ¿No era acaso esto lo que el cristianismo venía afirmando hace más de dos mil años? Según esta hipótesis, ¿no sería lógico pensar que el estudiante de Oxford y todos los hombres ejecutados eran realmente malos y, por lo tanto, con carga positiva; y que el hombre que alegaba inocencia era realmente bueno y, por lo tanto, con carga negativa? Pero..., ¿no debería ser al revés? es decir, ¿los buenos con carga positiva y los malos con carga negativa?
Felizmente, la Física nos había enseñado a lidiar con paradojas de lo más extrañas. Esta enseñanza fue necesaria para aceptar y desvendar la aparente incoherencia de esta hipótesis. Por ejemplo, si los malos tenían carga positiva ¿no sería de esperarse que, después de liberada su alma, esta fuese atraída por algún campo negativo? Igualmente, ¿ya que las almas buenas eran negativas, al ser liberadas por la muerte podrían dirigirse hacia un campo positivo? La nueva hipótesis exigía urgentemente una comprobación experimental. Lo difícil iba ser encontrar un nuevo condenado indudablemente bueno, es decir, capaz de liberar fanthons con carga negativa. Este problema, sin embargo, fue prontamente resuelto cuando Keith nos informó que en el estado de California recientemente había sido aprobada una ley que permitía la aplicación de la eutanasia en pacientes que sufrían de enfermedades en estado terminal. Siendo así, en pocos días hallamos alguien dispuesto a dar su contribución a la ciencia.
IV
Su nombre era Susan. Tenía más o menos sesenta años y se había tornado un vegetal después de recibir una dosis excesiva de anestesia durante una cirugía. Su esposo, hombre compasivo y amoroso, había conseguido una autorización para aplicarle la eutanasia. Nos dijo que sabía que Susan sufría, pues esta condición denigrante iba en contra de lo que ella siempre había sido: una mujer activa y jovial. Fue él pues quien accionó la pequeña máquina que introdujo en Susan, a través de un catéter, la solución de cloruro de potasio que le paró el corazón. Esta experiencia fue realizada en la casa de campo que pertenecía a la familia del doctor Keith, y adonde el electroimán de bajo voltaje había sido trasladado. Conforme lo esperado, el electroimán, esta vez con la polaridad invertida, logró capturar una nube de fanthons cargada negativamente. Inmediatamente, las partículas fueron bombardeadas con pulsos cortos de rayos gama con el objetivo de permitir que interactuasen con los positrones presentes en el campo. Esta interacción posibilitaría rastrear la dirección que los fanthos tomarían una vez apagado el electroimán. Nuevamente, nuestros ya bastante sorprendidos corazones fueron puestos a prueba cuando constatamos que todas las partículas enrumbaron directo hacia el espacio a una velocidad infinitamente mayor que la luz.
Keith nos dijo que no le sorprendía que los fanthons fuesen más rápidos que los propios fotones. Después de todo, no era la primera vez que la materia experimentaba velocidades superiores a 300 mil kilómetros por segundo. Conforme nos explicó, un segundo después de la Gran Explosión, ocurrida hace doce mil millones de años, el Universo se expandió y diluyó a nada menos que 20 años luz de distancia. Antes de ese instante, en el que Dios parece haber dicho fiat lux, el Universo era una bola compacta de partículas elementales, aproximadamente 30 millones de veces más caliente que el sol y 50 mil millones de veces más densa que el plomo. Las cifras y los relatos de Keith tenían la virtud de darme dolor de barriga, sobretodo porque los soltaba justamente a la hora de alguna comida. Lo cierto es que resultaba muy difícil digerir cualquier alimento con ese tipo de información.
Después de la notable experiencia con la señora Susan, nos dirigimos con todos los equipos a cuestas hasta Huntsville, pues un fanático religioso, condenado a muerte por haber asesinado varios adolescentes, iba a ser ejecutado en pocos días. Mi curiosidad científica era tanta que me hizo olvidar la repulsión que las ejecuciones me provocaban. Sin percibirlo, me estaba volviendo casi tan fanático como Wallace y Keith. El procedimiento hecho con la señora Susan, en California, fue igualmente aplicado con este hombre. Después de recibir la inyección letal que cegó su vida, la masa de fanthons del condenado, conforme habíamos previsto en Stanford, presentaba carga positiva. Las partículas fueron entonces bombardeadas para que interactuasen con los electrones del campo negativo. Al apagar el electroimán vimos, en medio de una gran expectativa, cómo los sensores acusaban que los fanthons se dirigían velozmente hacia el espacio. En otras palabras, habíamos descubierto que, tanto el cielo como el infierno, debían encontrarse en algún lugar del espacio sideral.
Nuestras idas y venidas a la penitenciaria de Huntsville habían llamado la atención del periodista David Stone, del Washington Post, encargado de cubrir todas las ejecuciones durante ese año. Como buen detective que era, Stone acabó descubriendo que nos encontrábamos realizando investigaciones de física de partículas. Lo que no lograba entender era ¿por qué en un presidio y por qué con condenados a muerte? Naturalmente, apenas salió publicado su reportaje, se armó un escándalo de proporciones insospechadas. Al parecer, a mucha gente no le gustó nada lo que estábamos haciendo en Huntsville, tal vez por lo macabro, por lo escatológico o, quizá, por el sacrilegio de querer escudriñar una frontera jamás explorada. La confusión llegó a ser tan grande que hasta fuimos acusados de violar de los derechos humanos de los ajusticiados y, bajo la anuencia del propio gobierno británico, tanto el doctor Wallace como yo quedamos prohibidos de abandonar el país.
Como suele suceder en este tipo de situaciones, las fuerzas políticas entraron rápidamente en acción. Quien sacó más provecho de este episodio fue el senador demócrata Conrad Smith, feroz adversario del actual gobernador de Texas, George Simon, primo político de Keith. Para nuestra suerte, los abogados de Simon lograron anular la orden judicial que impedía nuestro retorno a la isla de Man. Esto fue providencial ya que el doctor Wallace estaba muy preocupado con el cuadro de la señorita Daisy, a quien, según los médicos que la atendían, no le restaba mucho tiempo de vida.
Antes de decidirnos a abandonar el país, los abogados recomendaron a Wallace y Keith que diesen una conferencia de prensa con todas las explicaciones del caso. A pesar que esta no era la forma que había pensado en divulgar su fantástico descubrimiento, Wallace aceptó y, tanto él como Keith, se sometieron a un pesado interrogatorio periodístico en la red de televisión CNN. El país prácticamente paró cuando fue anunciado que estos científicos iban a dar declaraciones en la TV. Con todo, después de la entrevista quedó claro que nadie les creyó, y hasta fueron humillados en público cuando uno de los periodistas dijo que todo esto no pasaba de un intento de promover la imagen de dos científicos locos. La verdad es que el descubrimiento de Wallace era tan sorprendente, que no me resultó difícil entender la incredulidad de las personas. La idea que los fanthons fuesen la esencia del alma humana, y que el cielo y el infierno estuviesen en algún lugar del espacio, eran tan inadmisibles y descabelladas que muy pronto dejamos de ser el centro de la atención del mundo. Al menos así lo creíamos hasta el día que apareció en el INIPAS un enviado especial del Vaticano.
Cuando llegamos al aeropuerto para tomar el avión que nos llevaría de vuelta a casa, fuimos abordados por una jauría de periodistas. La policía local se vio obligada a usar la fuerza contra una turba de fanáticos dispuesta a lincharnos. Otros manifestantes, más recatados, exhibían enormes carteles en alusión a la defensa de los derechos humanos y a la abolición de la pena de muerte. Ya otros exhibían carteles de colores en que podían leerse “El alma es hecha de luz, no de materia.” Algunos carteles, hay que admitirlo, eran tan chocantes como el propio descubrimiento del doctor Wallace; éste era el caso de uno de ellos que decía: “Físicos, no dejen a las almas caer en el infierno”. Este último letrero hizo que me preguntase ¿cómo la Física podría hacer semejante cosa? Nunca, empero, me hubiese imaginado que el doctor Wallace ya estaba pensado seriamente en el asunto.
Por fin en casa, Wallace tuvo que conceder una serie de entrevistas a los principales diarios y cadenas de televisión de Gran Bretaña. Tal como sucediera en EUA, nadie se creyó la teoría que Peter había desarrollado. El golpe más duro fue dado por la Real Academia de Ciencias, que rápidamente lo declaró ex-miembro y persona no grata. Lógicamente, todo esto no logró perturbar su espíritu de hierro, por lo menos hasta el día que el padre Zanetti, del Vaticano, tocó las puertas del instituto. El día que se presentó, el doctor Wallace aceptó conversar con Zanetti y me pidió que participase de todas las reuniones que mantendría con él. Al contrario de lo que pensábamos inicialmente, Zanetti se tornó pieza fundamental en la estructuración y depuración de la teoría del doctor Wallace. Con formación en Física, Teología y Epistemología, Zanetti elucidó elegantemente la axiología y la ética implícitas en el hecho comprobado que el hombre era fuente inequívoca de fanthons, “las partículas del alma humana”, como llegó a llamarlas después.
El padre Zanetti nos explicó que la mudanza de una economía agrícola tradicional para una economía industrial urbana, operada a partir del siglo XVIII, hizo con que la Iglesia Católica se transformase profundamente. A partir de esa fecha, la Iglesia procuraba conciliar sus doctrinas fundamentales con el conocimiento científico moderno. Esta era la razón que lo había traído hasta nosotros. Recuerdo haberlo escuchado decir que el Vaticano no deseaba que se repitiera lo que sucedió con Galileo Galilei y Charles Darwin, cuando dieron a conocer sus teorías heliocéntrica y evolutiva, respectivamente. En principio, a diferencia de la comunidad científica, la Iglesia se inclinaba a reconocer que el descubrimiento de Peter tenía importancia, sobretodo desde el punto de vista religioso. Tal como nos lo explicó, la religión es un hecho social universal, tanto así que se la encuentra en todas partes y desde los tiempos más remotos. Su papel consiste no solo en promover la creencia en algún tipo de divinidad o el culto a lo sobrenatural, sino también en contribuir con la estabilidad social por medio de la obediencia de normas que visan el respeto a la dignidad de los seres humanos. Mas, para que esto se llevase a cabo, se hacía necesario que las religiones, sobretodo las occidentales, se sintonizaran con la ciencia por medio de un esfuerzo de conciliar fe y conocimiento.
Zanetti manifestó no haber entendido la razón por la cual los fanthons, otrora una especie rara de neutrinos, adoptaban carga positiva o negativa después de pasar un tiempo en el interior del cuerpo humano. Peter le explicó entonces que, por el hecho de poseer masa, los neutrinos son susceptibles de ganar carga eléctrica una vez en contacto con otra materia. Tal como las evidencias lo habían mostrado hasta el momento, cada persona, de acuerdo con el tipo de vida que llevaba, podía “magnetizar” estas partículas y convertirlas en fanthons. A diferencia de la percepción generalizada que asocia el bien con lo positivo y el mal con lo negativo, los fanthons habían demostrado, por lo menos en escala subatómica, que esto era exactamente lo contrario. Para nosotros también había resultado difícil aceptar que las almas “buenas” tuviesen carga negativa y, las “malas”, carga positiva; mas, como en el mundo subatómico la lógica parece no tener sentido, era de esperarse que esto algún día fuese explicado por la ciencia.
Cuando Zanetti indagó acerca del posible destino de estas partículas después de ser libertadas del cuerpo, tanto él como yo nos sorprendimos con la respuesta de Peter. Sucede que después de realizadas todas las experiencias en EUA, Wallace y Keith habían tenido el cuidado de analizar vectorialmente la dirección tomada por los fanthons una vez apagado el electroimán, y descubrieron que las partículas positivas adoptaron una trayectoria en dirección al centro de la galaxia. Después de analizar los datos con unos astrofísicos americanos, se pudo llegar a la sorprendente conclusión que estos fanthons se habían dirigido para el agujero negro que existe en el centro de la Vía Láctea. Al parecer, los fanthons negativos hacían exactamente lo mismo, mas, después de ajustar las coordenadas en función de la hora y la posición de la Tierra, fue posible determinar que estas partículas acaban dirigiéndose hacia diferentes lugares del espacio; talvez a aquellos lugares en donde ocurrieron las grandes explosiones que dieron origen al Universo.
Después de muchas conversaciones y discusiones, Zanetti nos expuso su interpretación de los hechos desde el punto de vista evangélico y doctrinal. Para él, no había dudas que el alma humana estaba compuesta por partículas elementales, con masa determinada y carga a ser definida con el tiempo. Para la teología tenía bastante sentido que las partículas llegasen al cuerpo humano sin carga, para después quedar polarizadas de forma negativa o positiva. Este hecho encontraba paralelo con el dogma que afirma que la carne recibe un soplo divino, el alma o pneuma, al momento de ser concebido y, dependiendo de la vida que cada uno lleva, es posible salvarse (ir al cielo) o condenarse (ir al infierno). La carga negativa de las almas “buenas” podría explicarse conjeturando que el cielo, a donde se dirigen todas estas almas, tenga carga positiva, y el infierno, al contrario, carga negativa, capaz de atraer todas las partículas cargadas positivamente.
El destino de cada una de estas partículas poseía más sentido teológico todavía. El infierno siempre ha sido simbolizado como un lugar eterno, muy caliente y cubierto de tinieblas, de donde nadie puede salir una vez que ha entrado. Este sería justamente el caso de un agujero negro, destino final de los fanthons positivos, en donde la enorme fuerza de gravedad hace que el tiempo no transcurra y que la materia alcance presiones y temperaturas infinitas, al punto que nada, ni siquiera la luz, pueda escapar de allí. El cielo, por el contrario, se lo concibe como un lugar, además de eterno, lleno de luz donde reina la paz y el amor. Siendo así, los puntos de partida del Universo que existen en algún lugar del espaciotiempo, y adonde se dirigen los fanthons negativos, no dejaba de ser análogo al cielo ya que en estos lugares la luz es absoluta y, por la cantidad de fanthons negativos, es decir, almas “buenas”, la paz y al amor deberían ser la regla. Por otro lado, debido a la carga eléctrica antagónica, sería virtualmente imposible que un fanthon negativo (bueno) cayese al agujero negro, cuya carga es negativa, y viceversa. Tal como está escrito en la Biblia, “Dios ha creado un abismo insalvable entre el cielo y el infierno”...
V
La breve pero intensa convivencia con el padre Zanetti hizo que nos volviésemos buenos amigos. A cierta altura, Peter le contó que su hermana estaba moribunda y que él no sabía qué pensar a respecto del destino de su alma. Sucede que, años atrás, cuando era niño, Peter presenció, mientras permanecía escondido dentro de un guardarropa, como su hermana asfixiaba su madre con una almohada. Él comprendió que lo único que ella quería era acabar con el sufrimiento de su progenitora, quien estaba siendo consumida por la esclerosis. Meses antes, su padre había muerto de la misma enfermedad en una cama de hospital. Peter no sabía si su padre también había sido víctima de la extraña compasión de su hermana. Seguro que ella había cometido por lo menos uno de los homicidios, y aunque por razones humanitarias, subsistía la duda si esto la tornaba una persona “mala”, es decir, candidata al infierno. Zanetti, muy apenado, le dijo que la Iglesia era completamente contraria a la práctica de cualquier tipo de eutanasia. Según él, solamente Dios y nadie más tiene el derecho de quitarle la vida a una persona. Por lo tanto, matar a alguien, excepto por defensa propia, era considerado pecado mortal, es decir, sujeto a una “condenación eterna”. Los argumentos teológicos dados por Zanetti dejaron a Peter bastante trastornado. Conciente de esto, Zanetti intentó consolarlo diciéndole que la misericordia de Dios era infinita, sobretodo para aquellos que se arrepienten de corazón y abrazan el santo sacramento de la confesión.
Ateo convicto hasta antes de toparse con los fanthons, Peter se dispuso hacer las paces con Dios. Su nueva obsesión pasó a ser exigir de los médicos que encontrasen una manera de sacar a su hermana del estado de coma, a fin de darle la oportunidad de confesarse y, así, intentar alcanzar el perdón de Dios. Lamentablemente, por más intentos que fueron hechos, nunca fue posible sacar a la señorita Daisy del sueño profundo en que se encontraba. Presintiendo lo peor, Peter pasó a trabajar como un loco en un software capaz de interpretar adecuadamente las oscilaciones de energía constatadas en la nube de fanthons. La idea que tenía era crear una especie de lenguaje para comunicarse con la conciencia que posiblemente subsistía en la masa de partículas. Al parecer, su brillante inteligencia no lo abandonó durante esta terrible tribulación. Después de un mes de arduo trabajo, Peter había logrado inventar una forma de “hablar” con las partículas del alma humana. Quien confirmó la eficacia de semejante programa fue el doctor Keith, en EUA, trabajando a escondidas con los fanthons de un hombre que había decidido hacerse la eutanasia. El siguiente y último paso a ser dado era pues esperar la muerte de Daisy e intentar un contacto que posibilitase una eventual confesión.
La lúgubre madrugada en que falleció la señorita Daisy estaba fría. Como en las películas de terror, nubes negras entrecortaban la espléndida luna que se despedía solitaria por el horizonte; del otro lado, el majestuoso astro rey comenzaba a derramar su dorada luz sobre las ondulantes aguas del Mar de Irlanda. Las conjeturas de Peter habían estado correctas: cuando su hermana expiró, el campo magnético, previamente polarizado con carga negativa, logró atrapar el alma “mala” de la señorita Daisy. Entre sollozos, Peter llamó por teléfono al padre Zanetti, quien no demoró mucho en llegar al instituto. Al ver la nube de fanthons de la difunta en una de las computadoras, Zanetti dio media vuelta y, de frente al electroimán, cayó de rodillas y pronunció una plegaria en voz baja. Entonces fue que Peter echó a andar el programa de comunicación y dio inicio al diálogo más extraño y escalofriante que haya escuchado en toda mi vida, tanto así que me acuerdo de cada una de las palabras pronunciadas ese día:
—Daisy, querida, soy yo, Peter..., ¿puedes escucharme?
—¿Peter?
—Sí Daisy, soy yo.
—Peter... ¿Qué está pasando? ¿Dónde me encuentro?
—Querida hermana, no hay tiempo para explicaciones. Necesito que hables urgentemente con una persona, tu destino depende de eso...
—Peter... Estoy asustada, ¡dime por favor qué es lo que está pasando!
—Señorita Daisy —intervino Zanetti—, no tenga miedo por favor. Soy padre y estoy aquí para escuchar su confesión; es imperativo que me responda unas cuantas preguntas...
—¿Confesión? ¿Por qué confesión, acaso me estoy muriendo?
—Apenas dígame si cree en Dios —dijo Zanetti, sin responder a las preguntas que el alma de la señorita Daisy había formulado.
—¡Claro que creo en Dios! ¿Dónde está Peter?
—Estoy aquí Daisy. Por favor ten calma, te voy a contar lo que está pasando...
Mientras Peter y Zanetti explicaban a Daisy la situación en que se encontraba, yo me esforzaba para controlar el electroimán. Al parecer, a medida que el tiempo iba pasando, resultaba más difícil mantener la estabilidad del campo. Toda vez que la masa de fanthons amenazaba atravesar la esfera de electrones, me veía obligado a aumentar la tensión del campo. El problema era que los equipos tenían un límite de amperaje; esto determinaba un período de confinamiento no mayor que una hora. Era pues eso lo que le restaba de tiempo a la señorita Daisy en este mundo. Si Zanetti no lograse arrancarle una confesión, el destino de la que fuera hermana del doctor Wallace estaba fatalmente trazado.
Cuando Peter le hizo entender a Daisy que ya estaba muerta y que se encontraba al borde del infierno, sus fanthons permanecieron largos y angustiantes minutos en silencio. Al parecer, la señorita Daisy se encontraba realizando un examen de conciencia antes de confesar sus pecados. Debido a que la confesión es un acto estrictamente personal, Zanetti nos pidió que nos tapásemos los oídos para no escuchar los pecados de la señorita Daisy. Al cabo de media hora, vi cómo Zanetti erguía la mano derecha para hacer la señal de la cruz. Hecho esto nos comunicó que la confesión había sido realizada y que, en nombre de Dios, Daisy había sido absolvida de todos sus pecados. De hecho, instantes después de decirnos esto los sensores acusaron un violento cambio de polaridad en los fanthons, los cuales habían acabado de pasar de positivos para negativos. Apenas me di cuenta de lo que estaba pasando, invertí de inmediato la polaridad del campo, a fin de conseguir mantener confinada el alma de la señorita Daisy por unos instantes más. Rápidamente, le comuniqué a Peter, lleno de alegría, que su plan había dado resultado y que se apurase en despedirse, pues no quedaba mucho tiempo. Con lágrimas en los ojos, Peter de despidió tiernamente de su hermana y le agradeció todo lo que ella había hecho por él. Por fin, el campo entró en colapso y el alma de la señorita Daisy se dirigió velozmente hacia su última morada.
Varios años después de este episodio, la comunidad científica terminó aceptando la teoría del doctor Wallace. Nuevas evidencias surgían todos los días corroborando la existencia de las “partículas del alma”. Fue establecido que una especie desconocida de neutrinos del tipo Tau eran los que acababan transformándose en fanthons a partir del momento de la concepción del ser humano dentro del vientre materno. Tal descubrimiento fue aplaudido por la Iglesia debido al efecto avasallador que tuvo en el combate contra las prácticas de aborto. Por otro lado, muchos pecados mortales, como la eutanasia por ejemplo, dejó de serlo en determinadas circunstancias, al constatarse que ciertas almas “producidas” por este recurso extremo resultaban con carga negativa. Por primera vez en la historia, el occidente presenció cómo la ciencia ayudaba a consolidar los valores religiosos, y cómo las religiones aprendieron a aceptar mejor los descubrimientos de la ciencia. La pena de muerte terminó siendo abolida al verificarse estadísticamente que, después de muertos, las almas de muchos políticos, jueces y abogados con algún tipo de participación en la ejecución de seres humanos culpables o inocentes, se precipitaban de cabeza en los agujeros negros.
Fue descubierto también que las plantas y los animales tenían alma, solo que compuesta por partículas sutilmente diferentes de los fanthons humanos. Esta constatación posibilitó el surgimiento de una nueva ética ecológica, mucho más justa y “fraterna” que la anterior. Para el espanto de todos, también fue comprobada la existencia de fanthons bipolares, es decir, partículas en donde coexisten tanto cargas negativas como positivas. Al contrario de los fanthons con carga definida, los bipolares se quedan en la Tierra girando caprichosamente al rededor del campo magnético del planeta. Esta constatación dio un nuevo impulso a la hasta entonces incipiente ciencia de la parapsicología.
Las implicaciones de la teoría de Wallace fueron enormes en todos los sentidos. El descubrimiento de las partículas del alma provocó una revolución cultural nunca antes vista. La vida, las relaciones entre los hombres, y la forma como estos se relacionaban con la Naturaleza, pasaron a ser determinadas de acuerdo a una óptica más trascendental y mística, sin por eso dejar de ser científica. Muchos estados desarrollaron y adoptaron regímenes políticos teodemocráticos, en donde los hombres, por fin, podían esperar llegar a ser verdaderamente libres e iguales algún día.
En cuanto a mí, ya con ochenta años de edad, apenas puedo decir que espero ser agraciado con la carga negativa el día de mi muerte. Todo este tiempo me he esforzado por ser un buen hombre y un buen cristiano; he acompañado con estrecho interés la evolución que sufrido la teoría de quien fuera mi maestro, el legendario doctor Peter Wallace, cuyos fanthons, a la hora de morir, enrumbaron raudamente hacia algún lugar del Universo.
FIN
8 de agosto de 2009
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