7 de agosto de 2009

Escatología

Como nunca, la mañana despertó lluviosa. Ténebro, al sentir el mal olor reinante pensó en su abuela y se arrepintió de haberle dado frijoles la noche anterior; el gato parecía igualmente fastidiado con la pestilencia de ese comienzo de otoño. Soñoliento y con la barba de tres días se dirigió al baño para espantarse la modorra, pero le pareció raro que Nicolasa no hubiese pedido su desayuno todavía: ya era casi medio día y la abuela no toleraba demoras inexplicadas.
Descendiente de una tribu de gitanos, la abuela de Ténebro, curtida por los sinsabores de la vida, había hecho de todo en este mundo, desde husmear desagües para cazar ratas con las propias manos, hasta escaparse cinematográficamente de la cárcel de Chorrillos. En su ficha policial constaba la muerte de aquellos que habían tenido el azar de indisponerse con su mal genio. Desde niña se resistió a seguir el ejemplo de Santa Rosa: «a los santos les pagan poco» gritaba toda vez que las monjas intentaban enrumbarla por el camino de la santidad y las buenas costumbres. Infeliz desde que la expulsaron del orfanato, sus desventuras hubieran sido mayores de no haber parido una niña a la edad de cuarenta años, concebida en una accidentada noche de amores con un borracho ocasional. Cuando vio a su hija naciendo supo que debería llamarse Lúgubra, no sólo por lo escuálida, sino por la tristeza general que se le notaba en todo el cuerpo. Lúgubra, devota de las tradiciones familiares, creció comiendo ratas, y hasta refinó el arte de cazarlas con desenvoltura y sin sobresaltos al inventar una trampa capaz de prender varias de ellas de una sola vez. Además de haber alimentado la infancia de Ténebro, su único hijo, las ratas se volvieron la principal entrada de la familia, sobre todo cuando descubrió que su carne podía ser transformada en chanfaina y vendida con bastante ají en la puerta del colegio Ricardo Palma. Cuando Nicolasa se enteró de que a su nieto le habían puesto el sincero apodo de «come-rata», imploró a Lúgubra para que lo cambiara inmediatamente de escuela: «es por el bien de los negocios», explicó. El nuevo puesto en la esquina del colegio Guadalupe, conquistado a punta de escobazos y coimas municipales, fue conservado por más de veinte años. Todo acabó no porque descubrieron que la chanfaina era hecha con pulmón de roedor, sino porque Lúgubra fuera atropellada por el camión que repartía agua en el cerro San Cristóbal. La gente decía que esa tragedia había trastornado la mente de Nicolasa, tanto que, determinada a morir de aburrimiento, decidió no salir nunca más de su cuarto. Así, Ténebro asumió el ingrato oficio de cazar ratas y vender chanfaina al mismo tiempo.
Su extrañeza luego se transformó en curiosidad. Quiso saber la razón del inédito silencio de la vieja. El cuarto de Nicolasa estaba vacío, tan vacío que hasta las moscas huían con miedo a la soledad. La cama de paja ostentaba una pequeña concavidad por donde la sucia sábana de tocuyo se hundía sin reclamos; las velas hacía tiempo se habían consumido, y hasta la que iluminaba el retrato de su fallecida hija reposaba callada y a oscuras. Ténebro, que de niño aprendió a detectar roedores con el olfato, siguió el rastro inconfundible de su abuela, que parecía llamarlo con urgencia desde el patio. Lo que vio fue un enorme hueco de casi dos metros de ancho, por donde salía una humareda rojiza y por veces encendida. La pestilencia venía de adentro, de las entrañas de aquella horrenda grieta. «Seguro que el mismo diablo vino a llevársela», concluyó, limitándose a dar un suspiro de espanto. Llamaradas de fuego subían ahora desde el fondo de aquel hoyo siniestro; cada fogonazo, además del fuerte hedor, despedía chispas fulgurantes a alturas incalculables.
Los bomberos aparecieron de repente, y con golpes de combo echaron abajo aquella tabla negra que hacía las veces de puerta. Después de vaciar medio tanque de agua en el hoyo incandescente, se retiraron tan rápido como habían llegado, no haciendo caso a las aseveraciones de Ténebro, de que aquello sólo podía ser la puerta del infierno y en cuyo interior debería estar su desventurada abuela. Los curiosos montaron guardia al rededor de la casa y solamente se apartaron cuando un nuevo y repentino fuego consumió toda el agua dejada horas atrás. Al instante apareció el padre Fermín, avisado por las comadres que juraban haber visto al mismísimo diablo asomándose por el agujero infame. A diferencia de los bomberos, el cura echó un hilito de agua bendita y, mientras recitaba algunos conjuros, dos grandes candelas le prendieron la sotana a la altura de las nalgas.
La situación se volvió insoportable. Después de vaciar el agua que había en el cuartel de Barrios Altos, los bomberos trajeron más desde el río Rímac, tras enmendar setecientos y treinta metros de manguera. Los geólogos de la Universidad Nacional de Ingeniería sentenciaron, con escrupulosa precisión, que aquello era la vena de un viejo volcán, tan antiguo como la cordillera de los Andes. La casa de Ténebro desapareció bajo los pisotones de la gente, que acudía multitudinariamente con la esperanza de ver un diablo o algún otro fenómeno sobrenatural, de esos que suelen aparecer en Lima toda vez que llueve, como cuando unas almas penadas se metieron a la vieja casona que hay en el cruce de la Wilson con España, o como cuando a la Viuda Negra se le ocurrió aparecer después de casi un siglo en los arenales de Puente Piedra, provocando una perenne erizada de pelos a todo aquel que se daba de cara con ella.
Sucedió una noche, cuando Ténebro mal dormía en la casa de un vecino, que la abuela se le apareció. Se notaba cansada, tenía los cabellos llenos de cenizas y los pies negros por el hollín. De la espalda le salían dos grandes miembros de color plomo, sin plumas ni pelos, que más parecían las alas de un murciélago descomunal. Jadeante por el calor que sentía, explicó que, efectivamente, el diablo se la había llevado la noche que comió frijoles por última vez. Los condenados, al sentir sus gases arrolladores, habían implorado que se dejara una puerta abierta; el propio Satanás, cuando sintió el terrible tufo, comenzó a tener ideas nuevas pero no menos perversas. Nunca se le había ocurrido que el mal olor podía ser una forma efectiva de atormentar a los mortales. Los gases urdidos en la barriga de la abuela eran tan hediondos y aterradores que hasta las cucarachas corrían despavoridas. «Es por haber comido tanta rata, abuela», le aseguró su nieto con voz de pato. Claro que al cura no le gustó la traicionera maniobra de Satanás: «Se lo voy a contar al obispo», dijo, «¿qué se habrá creído ese diablo de miércoles?» Sin embargo, el obispo no quiso saber del asunto y mandó decir que no se le hiciera caso al “padre del pecado”. Así, toda Lima quedó sumergida bajo una enorme y contundente flatulencia sobrenatural. Apremiados, el alcalde y el prefecto de Lima pidieron a Ténebro, de buenas y malas maneras, que convenciera a su abuela para regresar al infierno, pues no era el Diablo quien iba a obligarlos a irse de la sesquicentenaria y tres veces coronada ciudad.
Hasta el Presidente de la República intervino. Con tenaz insistencia logró que el Congreso nombrase a Ténebro Embajador Extraordinario de la Ciudad de Lima. Él era la persona más indicada para establecer un canal de comunicación con el infierno, no sólo por ser nieto de aquella nueva máquina de tormento, sino también por la intimidad que tenía con los desagües y todo lo estercóreo, propio del ambiente de donde había salido el sustento de su familia por tres generaciones seguidas. «Bueno, ¿por qué no?» Fue su lacónica respuesta. Pasó entonces una, dos y tres noches seguidas tratando de convencer a su abuela para que volviese al averno. Pero la abuela tenía la sartén por el mango. Ella, a pesar de estar condenada, había sido elevada a la categoría de diabla y, al parecer, le estaba gustando el cargo. Cuando los insistentes apelos de Ténebro colmaban su paciencia, la abuela soltaba inescrupulosos gases tectónicos, tan potentes y nauseabundos que hasta su nieto, acostumbrado a la pestilencia de las cloacas, sentía náuseas. Cierto flato furtivo lo agarró desprevenido y, desmayado, se puso a soñar: Paseaba descalzo por un campo extenso, verde y repleto de flores anaranjadas; le llamó la atención la presencia de una mula con altos cuernos y orejas de gato que pastaba indiferente al borde de un desagüe. De repente, la mula defecó una enorme torta de heces humeantes repletas de ratas descompuestas, torrentes de comida mal digerida y enjambres de gusanos asquerosos. Sin quererlo, Ténebro se metió en la mierda hasta el cuello y trató de huir sin lograrlo; la mula, que ahora sonreía, le dijo: «no insistas, que de aquí no me muevo.»
«Es inútil», explicó Ténebro en el Congreso, «la tal por cual de mi abuela no da su brazo a torcer.» El padre Fermín tuvo pues la divina idea de proponer el perdón de los pecados de la vieja, para así arrancarla de las garras del demonio y mandarla derechito al cielo. Presionado por las autoridades y por la totalidad de la población, el obispo de Lima hizo un viaje urgente al Vaticano. Para no dejar resquicio de duda de semejante demanda, a Ténebro, como embajador que era, le cupo la honra de acompañar al prelado en tan histórica diligencia. «Estáis completamente idiotas», sentenciaron delicadamente los asesores papales, «la Santa Iglesia nunca se doblegará a las execrables maniobras de Satanás.» Y así lo repitieron durante horas hasta que Ténebro, ya sin paciencia, y muy conciente de su investidura, sacó del bolsillo un pequeño frasco con una muestra de la flatulencia de su infernal abuela. Al sentir la pavorosa emanación, el propio Papa, de puño y letra, firmó la misiva que autorizaba la redención ex abrupto de la gentil Nicolasa Atocongo Tumbalobos.
La situación odorífica de la ciudad de Lima exigía dedicada premura. Fue así, pues, que bastaron solamente diez minutos de misa para cerrar la puerta del infierno y redimir a Nicolasa de todos sus pecados, incluso del de haber disfrutado ser herramienta de tormento de Satanás. «Te hemos salvado del infierno», le dijo su nieto la última vez que la vio. Nicolasa, resignada, respiró hondo el producto de sus propias profundidades y por fin vomitó. Su último gas olía diferente, tal vez a flores, y con ese aroma manso ganó altura. Ténebro volvió a cazar ratas y a vender chanfaina; Lima regresó a la normalidad, aunque el mal olor continuó flotando en el ambiente durante algunos años más.


Fin

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