7 de agosto de 2009

Conflicto de Identidad

Aunque atormentado por el constante recuerdo del trágico accidente que lo dejó paralizado del cuello para abajo, hace casi dos décadas, Tom Pinto esperaba con ansias el mes de abril, en cuyo vigésimo segundo día tendría la suerte de ser sometido al transplante que por tanto tiempo había esperado. Antes de la desgracia que lo dejó así, Tom era como la mayoría de los jóvenes de su edad: rebosante de salud y dueño de una incansable alegría. A pesar de ser algo escuálido y narizón, su locuacidad y agradable extroversión lo habían hecho popular entre las muchachas de la universidad en donde estudiaba Economía y Administración.
—¿Cuántos días faltan para el veintidós? —preguntó Tom, arrastrando las palabras en medio de la espesa saliva que se derramaba por una de sus mejillas.
—Apenas once días —respondió Clara, su abnegada madre, mientras le limpiaba la saliva maloliente con un suave pañuelo de algodón.
—¡Ya no aguanto más esta maldita cama, este horrible cuarto y este insoportable olor a mierda... uf, que me sale de la boca!
—Ten paciencia, hijo; si ya has esperado dieciocho largos años, ¿qué te cuesta aguardar once días más?
—Me cuesta el dolor de saber que todo este tiempo he sido apenas... uf, una horrenda cabeza que sólo sabe escupir maldiciones. Ya perdí la cuenta de la cantidad de libros que leí y del montón de películas que tuve que soportar durante tanto tiempo. ¡La vida para mí es tan, pero tan aburrida!
—Tu padre llega esta noche —dijo Clara, con la intención de animarlo—. Por teléfono me ha dicho que tu clon se encuentra en perfectas condiciones de adaptación motora.
—¿Verdad?... ¿no lo dices sólo para alegrame?
—¡Claro que no, hijo! El sábado sin falta tomaremos el avión para Norwich. Quince días después del transplante saldrás andando del hospital con un cuerpo de dieciocho añitos, ¿no es maravilloso?
—¡Vaya si lo es, mamá! —respondió Tom, sonriendo con sus cansados ojos castaños.
La ciudad de Norwich era famosa porque en sus alrededores estaba el Parque Nacional Broads, uno de los pocos que todavía restaban en Inglaterra. La ciudad era conocida también por albergar el famoso hospital Caister Memorial, tal vez el mejor del mundo en clonación y transplante de órganos. En Norwich también era posible encontrar la sede de la Asociación Internacional de Prolongación de la Vida Humana, cuyo presidente era el excéntrico y súper atareado neurocirujano escocés Wilson Pratt.
Tal como su madre se lo había anunciado días antes, Tom fue trasladado desde Lisboa hasta Norwich en un pequeño avión alquilado por su padre, el más o menos millonario Marcos Pinto. En el Caister Memorial los esperaban un equipo de cirujanos encabezado por el propio doctor Pratt y, también, un cuerpo clonado hace dieciocho años, listo para recibir el cerebro de su donador. El día del accidente, Tom, con apenas dieciocho años de edad, estaba esquiando en Suiza con Verónica, la enamorada española; ella iba atrás de él en el momento que éste perdió el control de los esquís y fue a dar de cara con un enorme pino.
Cuando Verónica se enteró que Tom se había quedado tetrapléjico pensó que lo mejor sería olvidarlo, total, ella era joven y demasiado bonita como para marchitarse al lado de un hombre que, a pesar de adinerado, se encontrabe inválido. La actitud de Verónica dejó a Tom completamente deprimido y amargado; quienes tuvieron que soportar su mal humorada existencia fueron Marcos y Clara, así como las dos hermanas menores, hoy ya casadas y con hijos. Cuando Tom cumplió catorce años de estar postrado en una cama de agua, le fue dada la increíble noticia de que la reconstrucción de la médula espinal ya era posible gracias al desarrollo de la nanoneurocirujía. Al saberlo, imploró a sus padres que lo llevasen al mejor hospital del mundo para recuperar los movimientos perdidos; con todo, los médicos llegaron a la conclusión de que una operación no valía la pena, pues los músculos y los huesos de su cuerpo ya estaban completamente degenerados por la inmovilidad. Por suerte, cuando Tom sufrió el accidente, Marcos y Clara aceptaron la extraña sugerencia de los médicos para que su hijo fuese clonarlo, pues, en pocos años, el transplante de cerebros ―o de cuerpos― sería una realidad. Debido a esta perspectiva mucha gente pudiente ya había mandado clonar sus cuerpos con bastante anticipación.
En el hospital, Tom y sus padres fueron recibidos con una pequeña fiesta de bienvenida. En la entrada podía verse una pomposa pancarta que decía “Bienvenido, paciente número 100”: era la celebración de la centésima operación de transplante de cerebro que el hospital realizaba para un cuerpo desarrollado por multiplicación celular asexual. Hace cincuenta años, exactamente en julio de 2053, y aun bajo los estridentes chillidos de la Iglesia, un equipo de neurocirujanos había realizado la proeza de transplantar el primer cerebro humano sano para el cuerpo de un hombre acometido de muerte cerebral. Aunque el cuerpo con el nuevo cerebro resultó tetrapléjico y con disartria moderada, el hecho de haber recobrado la conciencia, y todavía haber logrado sobrevivir por tres días, llenó de entusiasmo a todos los científicos que se encontraban investigando la prolongación de la vida por medio de la técnica llamada “Transplante Cerebral para Receptáculo Ajeno”.
Diez años después los ingenieros genéticos dieron su cota de contribución perfeccionando la clonación de seres humanos. Así, los clones pasaron a ser “concebidos” in vitro; manipulados molecularmente para “nacer” sin cerebro; colocados en vientres de vacas transgénicas para ser gestados e, inmediatamente después del “nacimiento”, ser mantenidos en cámaras llenas de líquido amniótico artificial a lo largo de un a veinticinco años, dependiendo de la edad y de las necesidades de cada paciente.
Hacía dos meses que el clon de Tom venía recibiendo estimulación motora intensa. Antes de esto el cuerpo había sido constantemente ejercitado desde los seis meses de edad, por medio de la aplicación de pequeñas descargas eléctricas dirigidas a cada uno de sus seiscientos y diez músculos esqueléticos. La nutrición y oxigenación del clon acéfalo fueron realizadas a través del cordón umbilical que, por razones obvias, no había sido cortado al momento de “nacer”. Muy poco tiempo atrás los médicos habían logrado resolver el aparentemente insoluble problema de la rejunción de los nervios seccionados, sobretodo de aquellos tan complejos como la propia médula espinal, a través de la introducción de nanorobots en la corriente sanguínea de los lisiados. Los nanorobots, portadores de receptores especiales, eran capaces de identificar los tejidos dañados y recuperarlos por medio de la Fusión Molecular Específica (FME), cuyo inventor, Enrico Vilani, fue galardonado con el premio Nóbel de medicina en 2099. A partir de ahí, la técnica del transplante cerebral avanzó tanto que casi todos los efectos colaterales, entre ellos la disartria e la dismetría muscular, habían sido eliminados.
A veces, después que el transplantado recuperaba la conciencia, un extraño pero pasajero estado de despersonalización era relatado por algunos pacientes. Al principio la mayoría de las operaciones era realizada para recuperar pacientes como Tom; pero, con la popularización de este tipo de cirugía, mucha gente adinerada consiguió “rejuvenecer” por medio de la clonación y posterior transplante cerebral. Con el tiempo se hizo posible ver personas participando del entierro de sus propios cuerpos descartados. Según los especialistas en prolongación de la vida humana, era perfectamente viable que un mismo cerebro fuese sometido a tres transplantes con intervalos de por lo menos quince años. Ciertos hospitales, entre ellos el propio Caister Memorial, ofrecían programas de rejuvenecimiento al precio módico de cien mil dólares anuales, a ser pagos hasta la realización del tercer y último transplante. Así, muchos millonarios de todo el mundo se apresuraron en clonar sus cuerpos para, después de algunos años, transplantar su viejo cerebro para cuerpos rebosantes de juventud.
El día de la operación Tom se encontraba un poco asustado. A su lado estaba una hermosa enfermera que usaba un uniforme provocativamente escotado; la imagen de los opulentos senos que se proyectaban por encima de una fina blusa azul lo llevaron a pensar que muy pronto podría volver a practicar algo que por tanto tiempo había esperado: sexo, sexo y más sexo. Al caer bajo los efectos de la anestesia, el doctor Pratt le abrió el cráneo con un bisturí láser y le inyectó en la yugular una solución de nanorobots “pinza”, encargados de cortar y sellar todas las arterias y nervios que mantenían el cerebro unido al cuerpo. Ya el corte de las grandes arterias y del tronco encefálico fue realizado a la moda antigua, como para justificar la presencia y el salario de los cirujanos. Una vez seccionado, el tronco encefálico fue “marcado” a nivel de cada una de las fibras nerviosas por medio de sondas moleculares “macho”, cuyo papel consistía en acoplarse más tarde con las sondas moleculares “hembra”, previamente colocadas en la médula espinal del cuerpo receptor. Con aires de un dios todopoderoso, Pratt cogió el cerebro refrigerado y lo levantó suavemente para mostrarlo a los residentes que observaban atentos por una ventana. Al cabo de unos cuantos minutos, Pratt abandonó la sala de cirugía con el cerebro dentro de una caja especial y se dirigió a una de las salas de operaciones que se encontraba al final del corredor en donde un clon aguardaba su turno de “despertar”. El cerebro de Tom acabó siendo depositado en el nuevo cuerpo, el “cero kilómetros”, como decían los médicos; enseguida, un nuevo lote de nanorobots “goma” fue introducido con la finalidad de llevar a cabo la FME.
—¿Ya me transplantaron? —preguntó el nuevo Tom, después de seis horas de sueño profundo.
—Sí —admitió la enfermera que se encontraba a su lado—. La cirugía fue un éxito, ¿cómo se siente?
—Con nauseas...
—Eso es normal. Sentirá un poco de nauseas hasta que todo el anestésico sea eliminado de su organismo.
—¿Puede alcanzarme un espejo? Me muero por saber cómo quedé.
—Claro.
Al mirar su rostro reflejado, el nuevo Tom se desmayó después de dar un horrible grito de espanto. Asustada, la enfermera salió corriendo para avisar lo ocurrido al doctor Harold Font, que estaba de guardia esa madrugada. Clara entró apresuradamente y vio a su hijo postrado, respirando agitadamente en medio de un charco de sudor.
—Acaba de tener un síncope —constató el residente al verlo en ese estado.
—¿Qué es lo que le está pasando, doctor? —indagó Clara, desesperada mientras se roía compulsivamente las uñas de una de las manos.
—Apenas un desmayo post-operatorio. No se preocupe, señora, no es grave.
Más aliviada, Clara cogió la mano de su hijo y comenzó a darle palmaditas. La enfermera pasó un algodón embebido en alcohol por la nariz del paciente. Una vez despierto, el nuevo Tom soltó una escalofriante pregunta: —¿Qué es lo que me han hecho, sarta de estúpidos incompetentes?
—Tenga calma, Tom —pidió el doctor Font—, usted está experimentando un estado pasajero de despersonalización. Dentro de poco tiempo su cerebro reconocerá el nuevo cuerpo y se sentirá mejor.
—¡Qué despersonalización ni qué ocho cuartos, imbécil! Yo no soy Tom... me llamo Clark... ¡Clark Allen!
Al escucharlo, el médico y la enfermera se quedaron petrificados. Viéndolos así, Clara comenzó a sospechar que algo muy grave había sucedido.
—Un momento —dijo—, no me van a decir que mi hijo no es el mismo ¡Díganme que se trata apenas de una locura pasajera, por favor!
—Vuelvo enseguida —anunció el médico antes de salir del cuarto disparado como un rayo.
El doctor Font sabía que ese mismo día un paciente apellidado Allen, de Estados Unidos, había sido sometido a un transplante de rejuvenecimiento. Allen, con sesenta años de edad, quería volver a encontrarse con el cuerpo que una vez tuvo hace treinta y cinco años atrás, y que yacía perdido entre los varios kilos de grasa que ostentaba en la actualidad. Añoraba el tiempo en que poseía un esbelto cuerpo de un metro y ochenta centímetros de altura, abundante cabellera rubia y una belleza singularmente masculina. Al llegar al cuarto donde se encontraba este paciente, Font entró silenciosamente y, colocando la palma de su mano sobre la frente del ahora joven Allen, preguntó:
—¿Tom... me escuchas?
—Sí, lo escucho muy bien, doctor —respondió Tom al despertar, aún algo confuso por la fiebre que tenía—. Entonces, ¿qué tal salió la operación? No, no me lo diga; por lo visto ya soy un hombre nuevo, hasta puedo sentir cada uno de mis miembros y el aire entrando en mis pulmones. ¡Es increíble!
—¿Tom?
—¿Sí, doctor?
—Voy a aplicarte una inyección para bajarte la fiebre.
—Cómo no, doctor, déjeme como nuevo. No veo las horas de estar bien para correr atrás de la enfermera que estaba en el quirófano esta tarde.
—¿Cuál de ellas? —preguntó Font, tratando de disimular que nada había pasado.
—Aquella peliroja alta, la de los senos poderosos.
—Ah, sí, Patt Banin... por cierto, está casada.
Tom fue cayendo poco a poco en sueños. Además del antipirético, el médico le había inyectado una droga inmunodepresora y un poderoso tranquilizante, pues temía que pronto el paciente se diese cuenta del terrible error cometido en el hospital. Al retornar al cuarto del nuevo Tom, que la verdad era Clark Allen, Font aplicó al iracundo paciente las mismas drogas inyectadas en el nuevo Allen, que la verdad era Tom.
Dos años después del lamentable incidente, Tom (en el cuerpo de Allen) fue intimado a comparecer a la audiencia preliminar de un tribunal en Washington, EUA. Alegando robo de identidad y daños morales, Clark Allen (en el cuerpo de Tom) exigía que aquel le pagase una indemnización de veinte millones de dólares. Quien iba a presidir la audiencia era el ilustre Juez Albert Patterson, un tejano bonachón y bien humorado, famoso por su habilidad para resolver pendencias jurídicas de las más difíciles, sobre todo aquellas consideradas inéditas en derecho civil y familiar.
—Veamos, señor Allen —dijo el Juez Patterson, todavía sorprendido por la singularidad del extraño caso—, usted alega que el acusado se ha aprovechado de la situación para perjudicarlo moralmente, ¿correcto?
—Sí, usía —confirmó Allen, mirando fijamente su añorado cuerpo que se encontraba sentado a pocos metros de él—. Después del transplante equivocado, el señor Pinto se mudó para Miami, ciudad en donde resido y tengo la mayoría de mis negocios. En Miami, este impostor...
—¡Protesto, señor Juez! —intervino Rafael Silveira, abogado de Tom—. El testigo no puede afirmar que mi cliente sea un impostor.
—Protesta procedente —dijo el Juez—. Por favor, señor Allen, apenas refiérase al acusado por su nombre.
—Está bien, usía. Cuando el acusado llegó a Miami lo primero que hizo fue sacar provecho de mi hermoso y atlético cuerpo. Pasó a dedicarse a fornicar a diestra y siniestra con cualquier mujer que encontraba en los clubes nocturnos de la ciudad. Yo hasta entiendo que, por haber estado paralizado durante 18 años, se haya visto compelido a hacerlo; lo que no acepto es que lo haya hecho tan descaradamente al punto de haberse convertido en un astro del cine pornográfico. Esto ha afectado mucho la imagen de ciudadano respetable y de “guardián” de valores morales que yo gozaba en Miami.
—Pero si usted no está más en su verdadero cuerpo, ¿cómo puede pensar que su imagen se ha visto afectada? —indagó el Juez.
—Porque dentro de veinte años pretendía recuperar mi identidad transplantándome nuevamente a otro clon.
—¿Pretendía?
—Sí, usía: pretendía. Sucede que el señor Pinto no permite que le extraigan una de “mis” células para iniciar el proceso de clonación.
—Ah, bueno, ahora entiendo. Es por eso que usted lo acusa de robo de identidad, ¿verdad?
—¡Exactamente! —intervino el abogado de Allen—. Pero eso no es todo, usía. El acusado, además de negarse a donar células, que por “derecho biológico” pertenecen a mi cliente, se aprovecha de “su” cuerpo para ganar dinero usándolo en actividades consideradas inmorales. Es por esta razón que lo acusamos también de daño moral.
—Entiendo —dijo el Juez, rascándose la cabeza en señal de estar completamente desconcertado—. Pero dígame una cosa, abogado, ¿por qué simplemente no devuelven el cerebro de cada uno a sus respectivos cuerpos?
—Porque eso sería muerte segura, señor Juez —se adelantó el abogado de Tom—. De acuerdo con los especialistas en prolongación de la vida humana, el transplante de cerebro solamente puede ser realizado una vez a cada quince años, como mínimo, y no más que tres veces a lo largo de la vida de una persona.
—Vaya, ¡qué problema! —exclamó el Juez, dándole un martillazo a la mesa.
El juicio transcurrió normalmente a lo largo de varios días bajo el insistente asedio de la prensa.
—Señor Pinto, ¿podría explicarnos por qué decidió volverse actor pornográfico? —indagó el abogado de Allen, dándole la espalda al jurado ahí presente.
—De acuerdo con el sicólogo que me atiende —respondió—, se trata de la explosión descontrolada de un instinto violentamente reprimido a lo largo de varios años.
—¿Qué tan descontrolada es esta “explosión” a la que usted se refiere?
—Bastante descontrolada ya que, además del violento instinto, que muchos hasta consideran normal, el señor Allen, que se dice “guardián de valores morales”, determinó que el cuerpo en que ahora me encuentro fuese “mejorado”.
—¿Podría ser más claro, señor Pinto? —solicitó el Juez.
—Mejorado sexualmente, quiero decir...
—¿Sexualmente? —indagó el abogado de Allen, mientras dirigía una severa mirada a su cliente con sorpresa y desaprobación.
—Según lo que pude averiguar en el Caister Memorial, parece que el señor Allen, el “ciudadano ejemplar de Miami”, estaba acomplejado a causa del órgano sexual bastante modesto que poseía originalmente. No contento con esta situación, pagó una buena suma de dinero para que su miembro fuese alargado por medio de manipulación genética y, todavía, se mandó alterar el metabolismo para producir más testosterona de lo normal, a fin de volverse un auténtico semental.
Tanto el Juez como todo el tribunal miraron el cuerpo del nuevo Tom, en donde se encontraba un Allen bastante avergonzado por las embarazosas revelaciones del verdadero Tom.
—Señor Pinto, ¿tendría la bondad de explicar a este tribunal por qué se niega a donar células del cuerpo que ahora ocupa? —preguntó el Juez con evidente curiosidad.
—Porque he llegado a la conclusión que la clonación y el transplante de cerebros son prácticas inhumanas, señor Juez. Cuando el hombre pretende ser Dios, pienso yo, ocurre este tipo de cosas lamentables, de las cuales todos somos ahora testigos. En el fondo yo no me siento nada contento con la intensa vida sexual que llevo. A pesar del placer que disfruto me gustaría ser una persona normal, casarme, tener hijos y, sobretodo, morir cuando Dios y la naturaleza así lo determinen. Me parece una peligrosa locura que, gracias a esta tecnología, sea posible vivir más de doscientos años.
Lo único que deseaba de la vida, cuando me sometí al transplante, era una nueva oportunidad para ser aquel que pretendía ‘ser’ antes de volverme tetrapléjico. Vengo de una familia tradicional, observadora de las buenas costumbres, pero mire en lo que me he convertido. A los dieciocho años yo era un joven saludable y lleno de sueños; tenía una linda enamorada y estudiaba en la mejor universidad de Portugal; practicaba deportes de los más diversos. Quería ayudar a administrar las empresas de mi padre, las cuales, debido al transplante y al costosísimo proceso de clonación, se redujeron considerablemente, obligándome a ganarme la vida con el cuerpo “mejorado” de Allen. Sin embargo, lo peor de esta situación fue la pérdida de identidad, señor Juez. Varias veces me he preguntado quién soy en realidad y dónde está el Tom de antes del transplante. Esta situación es tan desconcertante que ni la propia Filosofía ha podido ayudarme. Cierta vez, cuando consulté un filósofo acerca de mi problema, me enteré que mi caso contradice incluso los tres principios fundamentales de la lógica.
—¿Y qué principios serían éstos, señor Pinto? —preguntó el Juez, conmovido por el discurso del reo.
—Nada menos que el principio de identidad, el de la no-contradicción y el de la razón suficiente. A respecto del primero, la lógica fundamental, aquella que es percibida por intuición y sentido común, nos dice que A es A, es decir, yo debería ser yo, lo cual, evidentemente, no es así. El principio de la no-contradicción nos dice que A no es ‘no A’ o, simplemente, A no es B. Sucede que tampoco me encajo correctamente en este principio. Por ejemplo, usted señor Juez... usted no es el señor Allen, ¿verdad?
—Lógico; si yo soy yo, obviamente no puedo ser el señor Allen.
—Justamente. Pero fíjese cómo este principio no se aplica a mí: yo no puedo afirmar, como usted lo acaba de hacer, que no soy Clark Allen porque, desdichadamente, sí lo soy, ya que poseo el cuerpo de Clark Allen, la cara de Clark Allen, la voz de Clark Allen, las huellas digitales de Clark Allen y hasta el ADN de Clark Allen. Con todo, no pienso como Clark Allen y sí como Tom Pinto; es por eso que hasta ahora me pregunto: ¿quién soy realmente?
El tribunal se quedó en silencio por algunos minutos. To do el mundo trataba de asimilar la aparente confusión del relato de Tom.
—¿Y el tercer principio? —preguntó el Juez, al cabo de un tiempo.
—Ah, sí, ese es el más terrible de todos, señor Juez. El principio de la razón suficiente sostiene que todo ser tiene una razón de ser, lo que sería otra forma de afirmar el principio de identidad. Me explico: todo ser ‘es’ debido a su propia identidad y a su no-contradicción. Estando este ser y su modo de ser adecuadamente definidos, la inteligencia puede identificarlos correctamente; así, como dicen los filósofos, el ser se vuelve inteligible por su propia naturaleza.
—No entendí absolutamente nada, señor Pinto —dijo el Juez, con cara de quien acababa de escuchar una clase de Trigonometría.
—Por ejemplo —añadió Tom—, ¿qué podríamos pensar de un perro que maúlla y que caza ratones, o de un gato que ladra y que levanta la pata para orinar? ¿Tales animales tendrían una razón de ser? Es la misma pregunta que yo me hago y que seguramente el señor Allen debe hacerse toda vez que se mira al espejo.
Después de haber escuchado todos los testigos e indagado todos los pormenores del caso, el Juez Patterson absolvió a Tom de las acusaciones y ordenó que los dos contrincantes clonasen y cuidasen, por su propia cuenta, una réplica del cuerpo que cada uno poseía. Al cabo de veintidós años, cuando los cuerpos ya se encontrasen aptos para recibir los cerebros de sus verdaderos dueños, se llevaría a cabo la devolución de los clones respectivos.
Los años pasaron y Tom continuó su vida con el cuerpo que el destino le había otorgado. Por medio de un tratamiento hormonal consiguió disminuir considerablemente su apetito sexual, logrando así dejar la carrera pornográfica, no sin antes haber ganado suficiente dinero como para recuperar las empresas de su padre. Tom terminó de estudiar la carrera que fuera iniciada antes del accidente, y comenzó a interesarse seriamente por Filosofía y Derecho. Posteriormente, pasó a vivir con una joven que conoció en la universidad. Aparentemente, había encontrado parte de su identidad perdida, al menos eso era lo que pensaba hasta el día que nació su primer hijo.
Paulinho Pinto era un niño simpático y muy despierto. Su joven madre, Teresa Fonseca, vivía diciendo que tenía la cara del padre, afirmación esta que disgustaba a Tom y ella no sabía el porqué. Tom no había sido sincero del todo con Teresa, estaba demasiado enamorado como para decirle la verdad. Temía que, al enterarse de que el hombre a quien ella amaba no era realmente quien pensaba, la revelación llegase a suscitar una dolorosa separación.
Desdichadamente, como suele suceder en casi todas las uniones entre hombre y mujer, el paso de los años desgastó la relación entre Tom y Teresa. Paulino, ahora con quince años, había desarrollado un cuerpo y un rostro bastante parecidos a los de Clark Allen. Para espanto de Tom, su hijo, que en verdad tenía el genoma de Allen, heredó el carácter de aquel: era vanidoso y ambicioso, vivía acomplejado por tener el pene demasiado pequeño. Tanto la desilusión de tener un hijo demasiado parecido al hombre que detestaba, así como el enfriamiento de su relación con Teresa, hicieron con que Tom pensase ansiosamente en su verdadero clon, el cual se encontraba bien guardado en algún lugar de Estados Unidos.
Con un cerebro de sesenta años y un cuerpo de cuarenta y nueve, Tom decidió partir. En Miami se encontró con Clark Allen, que estaba con un cerebro de ochenta y cuatro años y un cuerpo de cuarenta y dos. La reunión era necesaria pues, debido al acuerdo judicial realizado hace veintidós años, ambos deberían revelar el paradero de sus respectivos clones.
—¡Vaya, vaya, ya había olvidado cómo me veía de viejo! —exclamó el verdadero Allen.
—Yo, en cambio —replicó el verdadero Tom—, recién me entero de cómo seré cuando mi nuevo clon cumpla cuarenta y dos. ¿Puedo preguntar qué hará con el cuerpo que ahora ocupa después de transplantarse?
—Lo voy a incinerar y, junto con él, todos los objetos que me hagan recordar que una vez fui un tipo tan feo.
—Veo que no ha cambiado nada, Allen: sigue siendo el mismo arrogante y vanidoso que conocí hace veinticuatro años.
—Y bueno, creo que yo también tengo derecho de preguntar qué hará con mi cuerpo que, por lo visto, no fue tan bien cuidado.
—Voy a darle un entierro digno —respondió el verdadero Tom, visiblemente disgustado.
—Por cierto, supe que se casó y que tuvo un hijo.
—De esa unión nació Paulinho, que hoy está con quince años. Tal vez le agrade saber que se ha tornado un joven alto, fuerte y guapo.
—¿Verdad? Entonces se parece a mí, quiero decir, a usted, que está con mi cuerpo.
—Sí, se parece a este cuerpo —dijo Tom, llevándose las manos al pecho—. He tomado todas las precauciones legales para que no intente reclamar la custodia de mi hijo una vez que usted recupere su cuerpo original.
—No había pensado en eso, señor Pinto.
—Después del transplante usted pasará a ser el padre biológico de Paulinho. Va ser extraño que un hombre de veintidós años tenga un hijo de quince; es como si a la edad de siete años usted se hubiese convertido en padre.
—Hum, pero bueno ¿vamos a los negocios? —dijo Allen, dando muestras que no estaba muy interesado en el rumbo que la conversación había tomado.
—Es justamente a eso que he venido.
—Voy a llamar a mis abogados para que agilicen todo el proceso de devolución de nuestros verdaderos cuerpos.

Después de recibir un sobre en cuyo interior constaba el certificado de devolución y la dirección del lugar donde su verdadero cuerpo había sido clonado, Tom sintió que tenía en sus manos algo más que un papel; había llegado la hora de recuperar la identidad por tantos años extraviada. Pero su alegría duró muy poco: al llegar al Centro Médico Cornell, en Nueva York, donde supuestamente su clon lo aguardaba, Tom tuvo la ingrata sorpresa de enterarse que su clon no se encontraba más ahí. Según se lo informaron, el clon había sido retirado por la NASA hace varios años, para ser usado en investigaciones de manipulación genética y adaptación fisiológica a ambientes ausentes de gravedad. Tom volvió inmediatamente a Miami, completamente tomado por una mezcla de pánico y rabia.
—¡Maldito!, ¿cómo se atrevió a vender mi clon?
—Necesitaba de dinero —justificó Allen—. Las cosas no iban bien en los negocios...
—¡Le exijo que me devuelva el certificado de propiedad del clon que mantuve en Inglaterra!
—Demasiado tarde, señor Pinto, mis abogados están a camino de Norwich.
—¡Ah, esto no se queda así, Allen! Por lo menos dígame donde hallar mi clon, hombre.
—En Houston, supongo.
Prometiendo vengarse, Tom viajó rápidamente hasta el Centro Espacial Jonson, situado en la ciudad indicada por Allen.
—Fui informado que mi clon se encuentra en este laboratorio —dijo Tom en voz alta, cuando se sentó al frete del doctor Gray, director del Centro.
—Correcto, señor Pinto.
—Conforme se lo dije por teléfono, pretendo procesar a la NASA y a Clark Allen por este ultraje.
—Bueno, usted tiene todo el derecho de hacerlo —acotó Gray, cogiéndose la barbilla en señal de preocupación.
—¿Puedo saber que han hecho con mi clon?
—Como usted debe saber, señor Pinto, la NASA pretende usar la tecnología TRANSCLON (Transplante de Cerebro y Clonación Humana) para enviar una misión tripulada hasta la estrella Próxima Centauri, que queda a 39.7 billones de kilómetros, es decir, a 4.2 años luz de la Tierra.
—Perfecto, ¿pero qué tiene que ver todo esto con mi clon?
—Señor Pinto, lamento decirle que su clon sufrió modificaciones irreversibles.
—¿Qué cosa?
—El uso de esta tecnología en los vuelos espaciales es inevitable debido a la enorme cantidad de tiempo y energía que demandan los viajes fuera del Sistema Solar. Con la actual velocidad de nuestras naves un viaje hasta Alfa Centauri necesita nada menos que setenta y seis años de ida e igual número de años de vuelta. El tiempo de viaje, más un par de años que la tripulación tenga que pasar por allá, acaba dándonos un total de ciento cincuenta y cuatro años.
—Pero dígame, ¿qué tan irreversibles fueron estas modificaciones? —preguntó Tom, afligido.
—Déjeme primero explicarle el negocio que hicimos con el señor Allen: cuando él nos vendió su clon nosotros no sabíamos que el dueño era otra persona y...
—Pero, ¿cómo que no? El pleito que tuve con Allen hace veintidós años hasta fue llamado de “el juicio del siglo”, ¡imposible que no se hayan enterado!
—Es cierto, pero recuerde que por orden judicial sus identidades fueron mantenidas en secreto... no teníamos, por lo tanto, cómo saber que el dueño era usted. Si es que alguien tiene que responder en la justicia sobre este “ultraje”, conforme sus propias palabras, ese alguien debería ser Clark Allen, ¿no le parece?
—¡Ese maldito canalla me las va a pagar! —murmuró Tom, apretando fuertemente los dientes.
Sintiéndose sin opciones y lamentando su mala suerte, Tom se llevó las manos al rostro, dio un gran suspiro y así se quedó por un buen tiempo, pensando. Algo en el fondo ya le decía que la recuperación de su identidad no iba a ser tan fácil.
—A pesar de saber que la NASA no tiene nada que ver con este litigio —prosiguió Gray—, un eventual proceso judicial contra Clark Allen podría comprometer de alguna forma la imagen de la Agencia. La verdad es que hace un buen tiempo el Senado de los EUA quiere archivar nuestro proyecto de clonación humana aplicada a los viajes espaciales. Un escándalo de ese tipo sería un desastre para la misión a Alfa Centauri.
—No sé por qué sospecho que está tratando de decirme algo, doctor Gray.
—Es usted muy perspicaz, señor Pinto. De hecho, nos gustaría proponerle clonar una de sus células originales para después de dieciséis años transplantarle su cerebro. Es verdad que nuestro presupuesto anda un poco corto, pero estaríamos dispuestos a correr con todos los gastos.
—Pero, ¿cómo van hacer eso? De todas maneras tendría que procesar a Allen para que permita la extracción de células antes que se deshaga de mi cuerpo original.
—Eso no será necesario, señor Pinto. Antes de iniciar la manipulación genética de su clon y cuando este todavía era un embrión, tuvimos la precaución de retirar algunas células y congelarlas. Yo sé que esto es ilegal, pero usted deberá entender que hay ciertas precauciones que deben ser tomadas en este tipo de investigaciones.
—¿Por qué me está contando todo esto, doctor Gray? ¿Acaso no sabe que la información que me está revelando la puedo usar en contra de la NASA?
Gray sonrió.
—Lo sé, señor Pinto; sin embargo, también sé que usted está desesperado por retornar a su cuerpo original. Tal vez le parezca extraño escuchar esto, pero su caso no es el único.
—¿Ah, no? —dijo Tom, nítidamente sorprendido.
—La ciencia ha documentado casos de individuos que, descontentos con el cuerpo original que tenían, compraron clones de personas desconocidas. En ciertos casos el resultado fue una profunda crisis de identidad, algunas veces acompañadas de episodios de locura o suicidio. Han habido casos de transplantes de cerebro para cuerpos de sexo y raza diferentes del original. Aproximadamente 68% de las personas que realizaron este tipo de cirugía se dijeron satisfechas con el cambio; ya el 32% restante presentó el síndrome de la crisis de identidad.
—Vaya, ¿quién diría? Entonces, quiere decir que ustedes tienen en su poder algunas de mis células originales... ¿sin ningún tipo de alteración genética?
—Exacto. Vuelvo a repetirle que nos ofrecemos a correr con los gastos de la clonación y del transplante de cerebro, sólo que dentro de aproximadamente dieciséis años, claro. Y le digo más: si es que usted ya no soporta su cuerpo ni la crisis de identidad que tanto lo atormenta, le propongo extraer su cerebro e inducirlo a un estado de coma artificial, para después “despertarlo” dentro de dieciséis años, cuando su clon ya ofrezca todas las condiciones necesarias para recibir el cerebro. ¿Desea ver ahora su clon modificado?
—¿Puedo?
—Por supuesto.
Después de contemplar la aberración en que su anhelado cuerpo se había convertido, Tom se retiró triste y confundido con sus ciento y cuarenta kilos de carne y grasa a cuestas, prometiendo pensar en la propuesta.
Además de frustrado, Tom se sentía como que tomado por un espíritu de rabia indescriptible. Unas cuantas horas después de dejar el Centro tomó la decisión de llevar a cabo su venganza. Si es que se apurase, con un poco de suerte podría llegar a Norwich antes que los abogados de Allen.
Horas después, en el Caister Memorial, Tom vio con alivio que los abogados de su enemigo recién acababan de poner los pies en el hospital. Él sabía que los abogados ahora tenían todos los derechos sobre el clon de Allen, mas el hospital todavía no lo sabía, lo que le daba una excelente ventaja. Tom tuvo entonces un destello espontáneo de astucia: llamó discretamente a los custodios del lugar, que eran viejos conocidos suyos, para decirles que los dos hombres que se encontraban en la recepción eran ladrones de embriones haciéndose pasar por abogados americanos.
Luego de un breve jaloneo y de varios gritos de protesta, los abogados de Allen fueron conducidos hasta la dependencia más próxima de Scotland Yard, a fin de aclarar su situación. Este breve tiempo fue suficiente para que Tom pudiese quedarse a solas con su cuerpo acéfalo para —conforme explicó— prepararse sicológicamente para el transplante.
Respirando hondo, Tom se llenó de valor y sacó de su bolsillo una filuda navaja de acero. Introdujo su mano izquierda dentro de la tina donde el clon se encontraba para coger el enorme miembro fálico; lo estiró completamente y, con un golpe certero, lo cortó de raíz. Luego hizo lo mismo con los grotescos testículos, que más parecían criadillas de buey. Tanto el pene como los testículos los depositó dentro de una autoclave que había por ahí cerca y los cocinó a 200oC. A fin de dificultar la posterior reconstrucción de un órgano reproductor por medio de Ingeniería Genética, Tom inyectó en la corriente sanguínea del inanimado una solución 0.5 M de ß-acetil-colinesterasa-reversa (B-ACR), obtenida en el mercado negro de Miami. Esta sustancia tenía la notable capacidad de hacer imposible la decodificación del ADN de cualquier organismo.
Contento e increíblemente aliviado, Tom dejó el hospital como si nada hubiese ocurrido, y hasta se despidió de los vigilantes que habían capturado a los supuestos ladrones de embriones. Un día después, en Estados Unidos, Tom se dirigió con prisa para ver nuevamente a Gray.
—Y bien, señor Pinto, ¿há pensado en nuestra propuesta? —preguntó Gray, alegre de verlo outra vez.
—Acepto todo, doctor Gray, incluso la extracción de mi cerebro para ser inducido a un estado de coma artificial. Cuanto más rápido, mejor —dijo satisfecho, pues sabía que una vez estando bajo la forma de cerebro apenas, no había ninguna ley en el mundo que lo pudiese condenar por el crimen que acabara de cometer y, de acuerdo con las leyes americanas, al cabo de diez años dicho crimen pasaría a ser imputable por el exceso de tiempo sin ser juzgado.
Tom acabó sometiéndose pues a la operación para la retirada del cerebro. Conforme sus instrucciones, el cadáver debería recibir una fuerte carga de B-ACR y luego ser enviado para su familia en Portugal, junto con una carta forjada explicando un accidente ficticio. El cuerpo del “fallecido” Tom, y sobretodo el certificado de óbito resultante, darían a Teresa y a Paulinho acceso a sus cuentas bancarias y a todos los bienes acumulados por él hasta ese momento. Era lo mínimo que podía hacer por ellos a cambio de su identidad.
Tendido en la cama de una moderna sala de operaciones, Tom sintió como comenzaba a desvanecerse bajo el efecto de la anestesia y pensó en su hijo, a quien, a pesar de todo, había aprendido a amar; lo había visto nacer, crecer, reír y llorar; era el fruto concreto del amor que una vez tuvo por una mujer. Y así, serenamente envuelto en un sueño profundo, Tom terminó un capítulo más de su larga y extraña vida.


FIN

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