7 de agosto de 2009

A Cincuenta Años Luz

I

―¡Cómo que no llegaron a tiempo! ―Grita el director Policarpio Vergara―. ¿Después de tanto entrenamiento y dinero invertido en esta cojudez?
―La verdad, señor director, es que hicimos todo lo posible ―se rasca la cabeza, seca con la mano el sudor de su frente el capitán Pantaleón Malpartida.
―Cálmate, Policarpio ―pide con delicadeza la doctora Graciela Caballero―. Esas cosas pasan.
―Claro, fácil es hablar ―camina de arriba para abajo, llama por teléfono, lo mira feo al capitán Pantaleón el director Vergara―; lo difícil será convencer a mister Henry que realmente somos capaces de hacer el trabajo.
―Ojalá que la misión haya dado resultado ―reza preocupado, cruza los dedos el señor Buenastardes―; no quiero ni imaginar la reacción de mister Henry con un nuevo fracaso.
―Mister Henry está medio chocho con la edad ―observa, se arregla el pelo, se pasa lápiz labial la secretaria Mabel―. Vas a ver, si las bestias que contrató todavía no han logrado nada, mister Henry continuará financiándolos.
―¡Ay, hija, no hables así! ―Se derrite, suspira con los ojos el señor Buenastardes―. Los muchachos del Instituto son unos churros; y ese capitán Pantaleón, hija: qué ojos, qué brazos, qué mirada... igualito al Pantaleón Pantoja de Vargas Llosa.
―No seas ingenua, Buenas ―escribe una carta, atiende el teléfono la señorita Mabel.
―Bueno, sí señorita, yo espero ―se afloja la corbata, prende un cigarro el director Policarpio Vergara.
―¿Qué día es hoy, Teté? ―Arroja el pijama, se tira un pedito a las escondidas el señor Henry―. No se me vaya a pasar el día que tengo que ir al Perú.
―Sábado, viejo ―responde con sueño todavía, se levanta también, bosteza y se pone la dentadura la señora Teté Touché―, y ya deja de pensar en ese Instituto, hombre; como si en la vida no hubiera otras cosas de qué preocuparse.
―¿Señor Henry? Lo llaman de larga distancia ―anuncia la señorita Mabel.
―¿Vergara? ―se levanta el pantalón, se tira otro pedito el señor Henry―. Más le vale que me tenga buenas noticias.
―Me voy a la cocina, hija ―sale corriendo, da un saltito de ballet, se le rompe una uña al señor Buenastardes―, presiento que la noticia que le tienen a mister Henry no es de las buenas.
―Estábamos a punto de filmar las imágenes que nos pidió, señor Henry ―explica, elogia su buena salud, pregunta por la señora Teté el doctor Policarpio Vergara―, estoy seguro que en el próximo vuelo vamos a dar en el clavo.
―Ya que vas a la cocina, ¿qué tal si me traes un bizcocho? ―se polvea la nariz, se acuerda que tiene alergia a ese cosmético, estornuda cinco veces la señorita Mabel―. De los nervios ya ni sé lo que hago, pucha.
―Sí, señor Henry... Claro, mister Henry ―balbucea, se peina de a mentiras, la mira a la doctora Graciela el doctor Policarpio Vergara―; le prometo que de ésta no pasa, mister. Le voy a pedir a la doctora Graciela que ahora mismo escriba el informe.
―No te dije, hija ―trae un bizcocho de chocolate, hace sonar los tacos, se mira al espejo el señor Buenastardes―; hasta parezco adivina.
―Mister Henry se puso como una fiera ―clava los dientes en el bizcocho la señorita Mabel―. Hubieras escuchado los gritos que dio; pobre doña Teté, no sé cómo lo aguanta.

II

―Qué sarta de incompetentes ―resmunga, coge el teléfono, pide a la señorita Mabel que llame a Buenastardes de inmediato; le duele la cabeza a mister Henry.
―¿Yo? ―se atora, gira los ojos, recupera el aliento el señor Buenastardes―. Pero si nunca he viajado por el hiperespacio.
―Siempre hay una primera vez ―lo anima, se anuda la corbata, revisa si la billetera tiene dinero mister Henry―, además, nada mejor que alguno de mi confianza para verificar si no me están tomando el pelo, ¿no le parece?
―No sea gallina ―persuade, seduce, convence la señora Teté―, si nada le va a pasar, hombre.
―Usted tiene que ir, Buenastardes ―lo coge por el hombro, le habla suave mister Henry―, ya me cansé de los fracasos de esos incompetentes y de sus informes llenos de palabras difíciles. Si otra vez fracasan, o, para variar, logran cumplir la misión, quiero que usted mismo me traiga los resultados. ¿Qué tal?
―Qué más quiere, Buenastardes ―insiste, se ríe, suspira la señora Teté―, usted va a viajar al lado del simpatiquísimo capitán Pantaleón.
―Oye, Teté ―gruñe, pone cara fea, se irrita mister Henry―, está bien que quieras convencer a Buenastardes, pero no te pases, pues.
―¡Ay, mi madre: ME MUERO! ―grita, se muerde los labios, lo agarra por el cuello el señor Buenastardes al capitán Pantaleón. Hasta parece que mi alma se quedó atrás.
―La primera vez es así, después pasa ―verifica el rumbo, envía un mensaje subespacial el copiloto Washington Huamán―; la primera se me revolvió la barriga y vomité todo lo que había comido en una semana entera.
―No le hable de esas cosas, Huamán ―pide, reprocha, se escapa del señor Buenastardes el capitán Pantaleón.
―Sí, oiga usted, no hable así pues ya estoy lleno de náuseas ―implora, se pone verde, vomita el desayuno, el almuerzo y la comida el señor Buenastardes―. ¡Se lo dije!
―¿Y ahora, quién limpiará esos vómitos flotando por toda la nave? ―se lamenta, le dan también ganas de vomitar a Washington Huamán.
―Tendrá que ser usted, señor Buenastardes ―se tapa la nariz, le sale la voz de pato al capitán Pantaleón―. Coja una bolsa de plástico y vuele hasta los residuos, pero no toque en ninguno de los botones del panel azul.
―¿Cuánto falta para llegar? ―recoge el vómito gota por gota, deja todo brillante, incluso el panel azul, el señor Buenastardes.
―Dentro de tres horas, cincuenta minutos y veintidós segundos deberemos llegar a las coordenadas indicadas por mister Henry ―explica, verifica todos los cálculos, ve al señor Buenastardes rebotando como pelota de playa el capitán Pantaleón―. Hablando de eso, ¿por qué alguien quiere tanto que se filme un lugar de hace cincuenta años?
―Por lo que he podido chismear, mister Henry desea tener imágenes del momento exacto en que su abuela, doña Heather, falleció ―responde, se asoma por una ventana, se asusta con las estrellas pasando como flechas el señor Buenastardes―. Mi patrón es muy sentimental, fíjese.
―¿Y qué de sentimental puede tener eso? ―duda, tuerce la nariz Washington Huamán― Los ricos tienen cada capricho...
―No lo creo ―añade, se escapa una vez más del señor Buenastardes el capitán Pantaleón―. Para invertir más de dos millones de dólares en esta misión, o mister Henry está loco de remate o aquí hay gato encerrado.
―No me diga que ya llegamos, ¿tan rápido?―se alegra el señor Buenastardes.
―Así es cuando se viaja por el hiperespacio ―acciona el telescopio cuántico, verifica las coordenadas, da un grito de alegría el capitán Pantaleón―. Esta vez llegamos al lugar exacto, nada menos que a cincuenta años luz de la Tierra, y a tan sólo cuatro minutos de la hora señalada por mister Henry.
―Un poco más a la derecha, así, Huamán, pero no tan rápido ―se entusiasma, prepara la computadora, cruza los dedos el capitán Pantaleón―. Cuando se lo diga, comience a filmar, ¿OK?
―Listo, jefe, ya tenemos todas las imágenes en la memoria ―celebra Huamán―, ¿qué le pareció, Buenastardes, no es fantástica esta nave?
―Vaya si lo es ―se emociona, le hace ojitos al capitán Pantaleón el señor Buenastardes―; espero que sea igualmente fantástica para llevarnos de vuelta a la Tierra.

III

-¿Qué cara es esa, darling? Parece que hubieras visto un fantasma ―observa seis meses atrás la señora Teté.
-Lee esta noticia, Teté -se emociona, muestra el periódico mister Henry-, parece que esta empresa peruana ha conseguido licencia para utilizar la fotografía quántica con fines comerciales.
-¿O sea que ya toda la Historia reciente fue reconstruida? -pregunta, lee con avidez, se responde a sí misma la señora Teté-. ¿Claro, no? De lo contrario no les hubieran permitido fotografiar el pasado de la Tierra de forma comercial.
-Ya todo se sabe, Teté -anota la dirección, llama a la señorita Mabel mister Henry-: quien realmente mató a Kennedy, que Hitler no se suicidó, por qué realmente se hundió el Titánic, el paradero de Ibn Attiya después de volar Tel-Aviv, la suerte que llevó Harold Spencer cuando llegó a Estados Unidos de Europa después del primer vuelo por el hiperespacio, etcétera. ¿Te imaginas cómo será cuando las naves espaciales superen la barrera de los trescientos años luz?
-Yo me muero por saber cómo era el rostro de Cristo y compañía -abre los ojos, suspira hondo, se persigna la señora Teté.
-Mande preparar mi avión, señorita Mabel -ordena, se hace el serio mister Henry¾, y dígale a Buenastardes que se aliste para viajar.
-¿A Perú? ¡Huy! Qué miedo, hija -transpira, se come las uñas el señor Buenastardes-. ¿Y si algún inca me secuestra?
-Claro que sí, señorita Mabel, será un placer recibirlos aquí en Lima -no puede creerlo, quiere gritar de alegría el doctor Policarpio Vergara-; como bienvenida los voy a llevar a comer a una picantería.
-¡No te creo! ¡Jura! -se asusta, pide que le pellizquen el brazo la doctora Graciela-. ¿Así de fácil?
-¿No te dije que iba a ser un negocio redondo? -se ufana, saca pecho Policarpio Vergara-. La historia del Perú desde 1900 ya fue toda pasada a limpio, ¿qué iríamos hacer con este monstruo de Instituto?
-Oye, cholo, la verdad es que te pasaste -hace las cuentas, se espanta con el resultado, casi se desmaya la doctora Graciela-. Si mis cálculos están correctos, vamos a ganar más de dos millones de dólares.
-El dinero no es problema, doctor Vergara -saca su chequera, le pide el lapicero al señor Buenastardes mister Henry- ¿Está bien un millón de dólares para comenzar?
-Me parece suficiente -se atora, tose, se muerde los labios el doctor Policarpio Vergara-. En un par de meses, o tres a más tardar, estaremos en condiciones de lanzar la nave al hiperespacio.
-¿Cincuenta años luz? Claro que sí, doctor Vergara, no es cosa del otro mundo -confirma en una reunión privada el capitán Pantaleón Malpartida-. Habría que darle una aceitadita a la nave y ya está.
-Sin olvidar que habría que comprar un nuevo sincronizador espacio-temporal -acota, insiste, nadie le hace caso al copiloto Washington Huamán.
-Ya me veo corriendo por las playas de Aruba -sonríe, sueña despierta la doctora Graciela.
-No hay que olvidarnos del sincronizador -recuerda, llama la atención Washington Huamán-. La última vez, por culpa de ese armatoste, invadimos espacio americano. Para barajarla tuvimos que inventar toda aquella historia de que el pasado reciente de ambos países era indistinto, ¿se acuerdan?
No sea pesimista, Huamán -lo ignora, no le da oídos el doctor Vergara-, el sincronizador de la nave tiene para rato.
-No se olvide que uno nuevo debe costar alrededor de tres millones de dólares -interviene oportunamente la doctora Graciela-. ¿Con qué plata, pues?
-Después no digan que no les avisé -advierte, desafía, se resiente Washington Huamán.
-Tenga fe, Huamán -le da un espaldarazo el capitán Pantaleón-, ya verá cómo todo sale bien.
-Listo, Teté -almuerza en la picantería, resucita al señor Buenastardes, regresa a Londres mister Henry-, no tuve que regatear nada.
-¿Tan barato? -se sorprende, se sirve un whisky la señora Teté-. ¿Y serán capaces de interceptar la luz de hace cincuenta años con la precisión de minutos y segundos?
-Claro, Teté -la tranquiliza mister Henry-, hasta me mostraron una secuencia muy clara de cómo fue derrocado el presidente Belaunde Terry en 1968.
-Ojalá que no sea un ensarte, darling -sospecha la señora Teté.
-No stress, Teté -le pide calma, le soba la espalda mister Henry-, ya verás cómo todo sale a pedir de boca. Con la imagen de la abuela revelándole a mi finado tío Winston el número de la cuenta en Suiza, nos volveremos multimillonarios.
-Si además de observar el pasado pudiera ser posible alterarlo, yo misma le daría un tiro al idiota de tu tío -ruge, imita una pistola con los dedos la señora Teté-. ¿Cómo se le ocurrió morirse sin decirnos el número y la clave de la cuenta de la abuela?
-Cuando pongamos las manos en la fortuna de la abuela, toda esa rabia se te va a pasar -promete, enciende un habano, se pone a leer el periódico mister Henry.
-Y todo eso por apenas dos millones de dólares, ¿verdad, darling?
-Así es, mi querida y adorada Teté.

V

-¿Te arrepientes de tus pecados, Heather? -pregunta, se persigna con agua bendita el padre Frederick.
-De todos, padre -responde, tose, escupe sangre doña Heather-, sobretodo de haber sido tan avara...
-Pero todavía puedes redimirte de ese pecado capital. ¿Por qué no distribuyes tu fortuna antes de partir? -propone el padre Frederick-. No sería mala idea que, además de tus parientes, te acordaras de nuestra parroquia.
-Claro que sí, hermana -promete, se alegra, hace las cuentas el señor Winston-, yo me encargaré de distribuir tu fortuna equitativamente entre todos tus nietos cuando lleguen a la mayoría de edad.
-No te olvipsdt bzzzrtd... *&ytr%6zzzzpiiiiiiiiiiii...
-¿Qué rayos es eso, Buenastardes? -indagan, se asustan al mismo tiempo la señora Teté y mister Henry.
-En el Instituto me dijeron que es una interferencia -explica, se abanica con las manos el señor Buenastardes-. Ni siempre la luz llega uniformemente después de haber viajado varios años por el espacio.
-Te ruego también que cuides de la Fifí y del Ron-Ron -implora, se preocupa, está a punto de dar su último suspiro doña Heather-. No dejes de darles leche desnatada: ya sabes lo gordos que están.
-Sí, hermana.
-La casona de Dublín la vendes y el dinero lo guardas en el banco...
-Sí, hermana.
-Al bueno-para-nada de mi ex-marido, si es que todavía no se ha muerto de borrachera, le entregas la casa de Limerick, pero, antes, cambia todas las botellas de vino que hay en la despensa por garrafas de agua.
-Sí, hermana.
-Riega las plantas de este jardín sólo por las tardes. Mata las cucarachas que hay en el sótano, y a ver si tapas las goteras del cuarto de huéspedes.
-Sí, hermana.
-Para todo eso vas a necesitar plata, ¿no es cierto, Winston?
-¡Sí, hermana!
-Pues entonces abre bien las orejas: en el Royal Bank de Zurich tengo guardado alrededor de *&¨%+#@!bzzpiiiiiiii... mil millones de dólares, ¿estás escuchando?
-Claro, hermanita -tiembla, no lo puede creer, se pone pálido el señor Winston-, ¿acaso parezco distraído?
-Es que has puesto una cara de espanto que ni nuestra santa madre te reconocería si te viera. Como te decía, el número de la cuenta es #$ ¨587”)*&78bzpiiiiiiiiii..., y la clave %&*+&4098%*bzzpiiiiiiiiiii... ¿Entendiste?
-Sí, hermana.
-¡Pero qué absurdo! -grita, se desmaya, le dan sales a la señora Teté.
-¡No es posible, no es posible! -se pone pálido, se enfurece, trata de estrangular al señor Buenastardes mister Henry-. ¿Qué clase de imbéciles son esos tipos que trabajan en ese instituto de porquería?
-Le juro que yo no sabía de nada, mister Henry -se disculpa, se escapa, trata de salvar su pellejo el señor Buenastardes-. Yo me limité apenas a acompañarlos en el viaje y a cerciorarme que las imágenes fueran filmadas.

VI

-¿Será que por fin me volveré multimillonario? -se pregunta, se acomoda para ver las imágenes un año después mister Henry.
-Por fin nos volveremos... querrás decir -corrige, se molesta, se acomoda también la señora Teté-, no te olvides lo de “juntos en la riqueza y en la pobreza”.
-Por favor, San Expedito, que todo salga bien -implora, quiere llorar el señor Buenastardes-, ya no aguanto más esos viajes por el hiperespacio.
-Ojalá que este instituto colombiano no sea el mismo ensarte que el peruano -espera ansiosa, pide al cielo para que así sea la señora Teté-. No voy a descansar hasta que nuestros dos millones de dólares sean devueltos por esos peruanos estafadores.
-Para todo eso vas a necesitar plata, ¿no es cierto, Winston? -pregunta en su lecho de muerte, bajo una luz apacible que llega al jardín de la señora Heather.
-¡Sí, hermanita! -reconoce, mira el cielo azul, se emociona el señor Winston.
-Pues entonces abre bien las orejas: en el Royal Bank de Zurich tengo guardado alrededor de veinte mil millones de dólares... ¿estás escuchando?
-Claro, hermanita... ¿acaso parezco distraído?
-Es que has puesto una cara de espanto que ni nuestra santa madre te reconocería si te viera. Como te decía, el número de la cuenta es el 888956437201-98907, y la clave es YH6754LKMEW2523. ¿Entendiste?
-Sí, hermana.
-¡Por fin! -grita, sale corriendo por el cuarto, le besa los cachetes al señor Buenastardes mister Henry.
-¡Me desmayo, socorro! -dice, cae al suelo, la despiertan a la señora Teté-. Qué emoción, por fin podremos colocar las manos en toda esa fortuna. ¿A qué hora nos vamos al banco?
Luego, en el banco...
-¡Cómo que sólo hay dos dólares y cincuenta centavos! -gritan al unísono mister Henry y la señora Teté. Eso es imposible, ¿dónde está el dinero?
-Una pareja de peruanos lo retiró un año atrás -responde, lo lamenta mucho el gerente del Royal Bank-. Como la cuenta era al portador del número y la clave, no tuvimos otra salida a no ser entregarles todo el dinero...
-No hay nada que hacer, cholo -hace una venia, le besa las manos al doctor Policarpio Vergara la doctora Graciela-, te pasaste, eres un cráneo, un...
-Basta, basta, Gracielita, que me la voy a creer -dice, se hace el humilde el doctor Vergara-. La verdad es que no creía que fuera tan fácil sacar todo el dinero de Suiza.
-Pobres señor Henry y doña Teté -se apena, se ríe, da varias carcajadas la doctora Graciela Caballero-, hasta ahora se deben estar preguntando qué fue de nuestro destino después que les enviamos las imágenes alteradas de aquella vieja loca de hace cincuenta años atrás.
-Chola, olvídate ya -recomienda, corre por la playa, se entierra en la arena el doctor Vergara.
-Tienes razón, mi amor; vamos a disfrutar de nuestra fortuna. ¿Quieres más agua de coco?




Fin

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